Fatigados y pandémicos

César Casal González
césar casal CORAZONADAS

OPINIÓN

Pau Venteo

04 abr 2021 . Actualizado a las 09:43 h.

Hay una intrascendente comedia italiana reciente, de esas que se ven para matar el tiempo (qué enorme necesidad tenemos de matar el tiempo pernicioso del teletrabajo en el que nos sobreexplotamos), 7 horas para enamorarse, que termina con una relevante reivindicación de lo local. Apuesta por esa abuela que se sienta en su silla delante de su casa en el pueblo y que, desde allí, lo sabe todo sin necesidad de redes sociales. Sabe quién está enfermo, quién se va a casar, quién se acuesta con quién. Pura vida real, no fotos ficticias de Instagram. Y encima la señora disfruta del momento y charla con sus vecinos de siempre que se paran a conversar (qué gran necesidad tenemos de pararnos a conversar, de recuperar la charla por la charla). 

Ahora que estamos fatigados y pandémicos, cada vez saltan más las alarmas. Los filósofos de moda, como Byung-Chul Han o Slavoj Zizek, creen que el virus ha venido a subrayar los males de una sociedad que ya estaba enferma. Dicen que el teletrabajo que se ha multiplicado con el confinamiento cansa más que el trabajo en la oficina. «El teletrabajo hace que nos explotemos aún más», afirma Byung-Chul Han, «causa tanta fatiga, sobre todo, porque carece de rituales y de estructuras temporales fijas». «La distancia social destruye lo social», añade. Es obvio. El ser humano necesita contacto con tacto. Todavía no somos del todo capaces de reproducirnos a distancia. Las mascarillas han borrado mucho más que nuestras sonrisas. Han eliminado una forma de vivir. Las videoconferencias acercan, pero de una manera muy poca humana. Les faltan demasiados sentidos (el olfato, el gusto…). Las redes sociales potencian un narcisismo vacuo, estéril.

Creen nuestros pensadores contemporáneos que la pandemia nos debe hacer girar hacia la vida. Recuperar los rituales. Cultivar nuestro jardín, sea cual sea la pasión por la que optemos, elegir lo que nos estremece. Ir en su busca. No caer en el juego de los espejos superpuestos de las pantallas. La experiencia se nutre de realidad, no de horas y horas de trabajo o de ocio ante una terminal. Las terminales nos harán enfermos terminales. La depresión será la siguiente pandemia, si no recuperamos lo local, la comunidad, la cercanía. El que se aísla se está encarcelando. El virus ha golpeado más allá del sistema respiratorio. El confinamiento nos hace dormir mal. Genera irritación. La suma de ambos factores nos pone a un paso de la desesperación. Podemos actuar. Buscar en la medida de lo posible interacciones sanas. O la condena será hundirnos en el pozo de un confinamiento digital, en la que hasta los miembros de un hogar convierten de forma voluntaria una casa en una cárcel, donde las habitaciones (cada uno con su pantalla) son estancas. Son celdas. Como avisa Byung-Chul Han, «para la depresión no hay vacuna». Más comunicados e incomunicados que nunca.