Garantías constitucionales y protección del rebaño

OPINIÓN

María Pedreda

06 abr 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

En la crisis sanitaria en la que ya llevamos más de un año inmersos, se nos ha repetido insistentemente, en buena medida con razón, que nuestra contribución con las medidas de protección personal es determinante para contener la expansión del SARS-CoV-2 y evitar el desbordamiento del sistema de salud. Las deformaciones de un mensaje necesario han sido, sin embargo, muchas, desde el molesto paternalismo a la amenaza directa. Se han cambiado, veremos por cuánto tiempo, las reglas y la retórica de la relación entre gobernantes y gobernados, y, en la nueva composición de lugar, algunos de los primeros se sienten indisimuladamente cómodos y un buen número de los segundos viven sin turbación (algo parecido a la «placidez» aquella a la que se refirió un ex Ministro) un retorno a la dinámica de autoridades fuertes y masas dominadas. Nada de eso quita para que, con la información necesaria y sin comprar ni un gramo del discurso que dulcifica la fealdad e inhumanidad intrínseca de las medidas, efectivamente pongamos de nuestra parte, esperando que, más temprano que tarde, superemos esta pesadilla o, al menos, podamos darla por controlada, y, con ello, las restricciones puedan ser retiradas.

Alejarse del discurso apocalíptico, de la conversión de la pandemia en espectáculo, del mensaje público que nos quiere electrizados y entregados, de la ansiosa búsqueda de una seguridad a despecho de cualquier otra consideración, del fin justificativo de todos los medios, es una sana actitud cívica que está también en recesión, lo que es hasta cierto punto comprensible por la gravedad del problema y su asfixiante prolongación. Pero es parte del esfuerzo de cada uno sostenerse sobre los talones sin avenirse acríticamente a todo, aunque nos invadan temores comprensibles. La forma de arrimar el hombro en el esfuerzo colectivo también pasa por evitar que la emergencia permanente y las medidas para el control del virus (y por tanto de todos nosotros, tratados como potenciales portadores) acaben por alterar irremediablemente, hasta convertirlos en caricatura, los valores nucleares sobre los que, en su momento, y en un proceso de decantación histórica, decidimos construir nuestra convivencia.

Entre esos principios, se encuentra, desde la propia conformación de los derechos civiles de primera generación, la inviolabilidad de domicilio. Un derecho fundamental consagrado en nuestra Constitución, opuesto principalmente (aunque no solo) frente a la acción de los poderes públicos, que comporta que únicamente bajo determinadas circunstancias y con sujeción a ciertas garantías, se puede acceder a la fuerza, no sólo al lugar de residencia habitual de cada uno, sino al espacio donde se ejerce la libertad y el derecho a la intimidad en la esfera personal, con una expectativa legítima de privacidad. Algo que el Tribunal Constitucional reiteradamente ha interpretado, extendiendo la protección a, entre otros lugares, segundas viviendas, habitaciones de hotel o espacios análogos. Frente a lo que hasta fechas recientes era una salvaguarda asentada, hemos contemplado estos días como, interpretando extensivamente órdenes operativas (que nada dicen textualmente sobre el asedio a pisos turísticos), desbordando los límites de la actuación legítima y forzando groseramente lo que debe entenderse por «delito flagrante», se pretende justificar el asalto policial (sin autorización judicial previa), con ariete incluido, a un piso turístico, a fin de disolver una fiesta privada. A día de hoy, todavía no hemos encontrado la matización necesaria proveniente de las autoridades ni la reconsideración para evitar descender otro peldaño; al contrario, ha habido palabras de descargo defendiendo una intervención de esta naturaleza. Y, como eco de ese discurso, se ha generado una corriente que cuestiona abiertamente la vigencia del propio derecho fundamental en casos como éste.

Detrás de la justificación de actuaciones como la descrita, en la que se pone el foco sobre la conducta infractora de quienes celebraban la fiesta proscrita, se encuentra, entre otras razones, una inadecuada comprensión sobre el papel de los derechos civiles en las sociedades democráticas. El relato simple que se ha ido cimentando, al evocar el sentido y razón de su protección, nos presenta a personas justas, en ocasiones heroicas, privadas de su libertad o sometidas a violaciones graves de sus derechos, a manos de fuerzas oscuras. En tesituras como la del noble preso de conciencia, el valiente activista perseguido o la persona indefensa integrante de una minoría hostigada, al examinar a posteriori su periplo (porque no siempre se le tuvo esa consideración cuando fue objeto de la acción represora, generalmente proveniente del Estado), se despierta el sentimiento de solidaridad y concita la práctica unanimidad en su defensa. Pero resulta que aquel que ve sus derechos violentados no siempre es Nelson Mandela encarcelado en Robben Island o Andréi Sajarov deportado en la ciudad de Gorki. Al contrario, puede ser alguien cuya conducta nos desagrade sobremanera o que directamente genere animadversión.

Los derechos humanos, y, entre ellos, los derechos civiles y políticos (y por lo tanto el sometimiento de cualquier limitación sobre ellos a criterios protectores de proporcionalidad, legalidad y necesidad) no son sólo patrimonio y paraguas de «los buenos». También se predican de «los malos» y de «los regulares», es decir, aquellos a los que el estándar del momento (ese que a menudo se revisa por las generaciones posteriores con sonrojo) está fuertemente tentado de no reputarlos merecedores de esa prerrogativa. Esa figuración errónea está también emparentada con la noción reduccionista de que son gobernantes sin escrúpulos o regidos por códigos inmorales los que violentan los derechos humanos. Sin embargo, en no pocas ocasiones son concepciones dominantes del bien común o la prevalencia de lo que se reputan intereses superiores lo que mueve a decisiones restrictivas de derechos, a veces materializadas de manera radical o incluso cruel. Esa idea ingenua obvia que no sólo por desvaríos nacionales, ambiciones materiales, fundamentalismos religiosos o por ebriedad de poder de unos pocos se cometen las vulneraciones sistemáticas de derechos humanos, sino que también se han llevado y se llevan a cabo esgrimiendo excelsos ideales, en nombre del progreso, la justicia o la razón, o, muy comúnmente en nuestro tiempo, en aras de la anhelada seguridad. Y, frecuentemente, se cometen con un cierto grado de apoyo popular, expresado de forma abierta en las urnas o con la adhesión al régimen correspondiente.

Pocas veces en nuestra vida nos ha tocado conformar, en nuestras decisiones y actitudes personales, en un contexto de crisis tan aguda como la actual, la escala de valores, el paradigma de los tiempos por venir. Si, eludiendo otros argumentos, y sin asumir la inevitabilidad de un cierto grado de incumplimiento de normas de contención de la pandemia (por definición intrusivas, pues afectan al corazón de las relaciones humanas), aceptamos que, con base en la existencia efectiva de conductas irresponsables, vamos a alzar determinadas barreras que protegen derechos tenidos por piedra angular de nuestro sistema de libertades, veremos cómo se debilitan irremediablemente las garantías que nos amparan a todos. Y, en esa espiral perniciosa, las cuestiones de salud pública se acabarán abordando, como ya está sucediendo, como problemas de orden público. Nos afectará incluso si, cayendo en el juego maniqueo de oposición entre los cumplidores y los infractores, nos creemos de los buenos, en todo momento. Frente a un clima enrarecido que favorece la transgresión sistemática de los derechos civiles, aquí también opera una versión particular de la inmunidad de rebaño, porque sólo asegurando que las garantías se respeten en todos los casos tendremos la confianza de contar con ellas si nos vemos en la necesidad de invocarlas.