Recapitulación de lo que pasa

OPINIÓN

Pedro Sánchez, durante su intervención en el Senado este martes
Pedro Sánchez, durante su intervención en el Senado este martes Chema Moya | EFE

10 abr 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

«¿Pero por qué hundiste la empresa?» Gordon todavía tenía cosas que enseñarle a Bud. «¡Porque era hundible!» Le señala el cuadro de la pared que le había costado 60.000 dólares y ahora valía 600.000. Lo que mediaba entre una cifra y otra no era creación de riqueza. Era una ilusión colectiva que se había hecho real. «Yo no creo riqueza, ¡yo poseo!». Solo un ingenuo cree que esto es una democracia, adoctrinaba. Esto es otra cosa: ¡es un mercado libre! Me gustaría decir que esto solo es una película de Oliver Stone. Sabemos que una estatalización de la economía que ahogue el libre mercado lleva al totalitarismo. Pero también sabemos que el libre mercado sin ley y sin reglas no es una sociedad libre, porque no es una sociedad. Es una jungla que solo un ingenuo llamaría democracia. No hacía falta una pandemia para saber que no es solo una película. Pero el ruido aconseja hacer lo que se hace en las clases de vez en cuando: recapitular para no perderse.

Lo público, lo privado y los parásitos. Esa jungla que no es democracia es apetecida por las bandas que quieren mangonear a una población sin derechos. Igual que la sociedad absolutamente estatalizada se hace un coágulo, una sociedad a base de privatizar se descompone. Ni los pijeríos de Ayuso, ni los fachas buscando camorra, ni el Gobierno cimbreando sin criterio nos deben hacer olvidar la ignominia de las residencias de ancianos madrileñas del año pasado. El desastre tuvo que ver con decisiones miserables, pero también con que la mayoría de esas residencias no eran públicas, sino que estaban orientadas al lucro privado. Por el lucro funcionan bien los restaurantes, las venta de muebles, las tiendas de ropa y la mayoría de las cosas que vemos. Pero no nuestros derechos.

La privatización de los servicios en que se ejercen nuestros derechos sencillamente nos priva de ellos. No es que no tenga que haber sanidad o enseñanza privada. Es que si no hay sanidad y enseñanza públicas los derechos a la salud y a la educación no se ejercen, porque estarían gestionados para el lucro y no como derechos. Y si la sanidad y educación públicas no alcanzan la mayor calidad que el país se pueda permitir, entonces la sociedad es desigual donde es un imperativo ético la igualdad, que es en el ejercicio de derechos. La pandemia mostró con brutalidad que privatizar servicios públicos fue arrebatarnos derechos.

Los derechos cuestan dinero. La ley que diga que tenemos derecho a la educación y a la sanidad no hace que automáticamente estemos formados y curados. Tiene que haber servicios públicos que, como se dice ahora, implementen esos derechos. Tendrá que haber profesores, médicos y médicas y eso cuesta dinero. Hay opciones políticas que no quieren que tengamos derechos, porque no quieren que los ricos paguen los impuestos que cuestan los derechos. Ni quieren que los derechos bloqueen un lucrativo mercado con necesidades básicas. Nadie va a decir que se opone a nuestros derechos. Hacen algo equivalente: atacar y desnutrir a los servicios públicos. Un ataque solo parece ético si se presenta como una defensa.

En tiempos de crisis y desastre arrecia la propaganda que pretende que los servicios públicos son nichos de ayudas parásitas, que el personal que atiende los servicios son funcionarios mantenidos y que la protección social son «paguitas». Son los servicios, es decir, nuestros derechos lo que se ataca. Pero eso no quiere decir que no tengan razón en que una crisis es un buen momento para hartarse de parásitos. Y para eso no hay que mirar a la función pública. Hay que mirar dónde están esos que alteran el valor de las cosas sin crear riqueza ni crear nada y que recogen beneficios de hundir lo hundible o de crear ilusiones colectivas. Busquen en el sector financiero, en los fondos buitre y en los nidos de especulación. Ahí están los parásitos, el colesterol malo del sistema, los que provocaron la crisis de 2008 que nos arruinó. Lo que está en los servicios públicos son nuestros derechos.

Fuertes y débiles. Los derechos van a contracorriente, porque siempre son una moderación de privilegios, una cesión que los privilegiados no quieren hacer. Por eso financian a partidos que los representen e invierten en los medios. Los derechos suponen un pulso permanente, lo que la izquierda llama tradicionalmente lucha. El pulso no se detiene porque ganen partidos proclives a los derechos de la mayoría. Una parte del ejercicio del poder es mantenerse en el poder y para esa parte no es lo mismo chocar con los fuertes que con los débiles, sea cual sea el Gobierno. El FMI pide una tasa COVID para los más ricos. Aquí el PSOE no se atrevió a poner ese impuesto especial que le pedían Podemos y el sentido común. Nadia Calviño no es comunista, claro, pero tampoco el FMI. No era la ideología, era que los poderosos y sus enviados en la Tierra no querían y empezaron a agitar líneas editoriales (qué días aquellos de la SER). Y el Gobierno chocó con los poderosos como es habitual, no haciéndolo.

Por lo mismo sigue sin tocarse la agresiva reforma laboral de Rajoy. La ley mordaza, que frunció el ceño de la UE, sigue en vigor a pesar de que hay mayoría para derogarla gratis, sin cesiones políticas a nadie. Y además se sigue aplicando con sesgo ideológico, se sigue diseminando odio desde los púlpitos eclesiales y ultraderechistas, los policías se hacen selfies con fachas palurdos condenados por acosar a niños mientras se sigue persiguiendo a raperos o a vecinos vallecanos que echan exabruptos. Y al menos de la ley mordaza se habló. ¿Alguien oyó algo de la cadena perpetua, de ese astracán legal pomposamente llamado prisión permanente revisable, que Pedro Sánchez firmó con la condición de derogarlo si llegaba al poder? Sea cual sea el gobierno, los derechos van a contracorriente y requieren lucha. Echo de menos cuando había sindicatos.

Emociones. Las emociones son parte de la gestión pública. Ayuso arrancó la campaña con una pulsión emocional bien elegida, la libertad irreverente. Me recordaba a la película No, de Larraín. El plebiscito que derrocó a Pinochet se gestionó desde la consigna «Chile, la alegría ya llega». Sin denuncias ni razones, solo la emoción: se acabó, ahora llega la alegría. La población está muy castigada y quiere soltarse la faja. El equipo de Ayuso empezó como la oposición chilena. Es un juego complicado, porque las pulsiones emocionales son volátiles. Errejón generó electricidad cuando desembarcó, pero no tenía estructura para cambiar el rumbo cuando el aire emocional cambió y se quedó con dos diputados. Veremos Ayuso. Sus rivales tienen razón y razones, pero no pueden descuidar en sus mensajes la maltrecha moral de la población, especialmente el PSOE. Se agradece que haya en política gente culta y educada como Gabilondo, pero no hay que confundir tanta circunspección con altura de miras. Su seriedad no es nivel cultural, es tristeza y pusilanimidad, y el rigor que necesitamos no es el rigor mortis.

En el otro extremo, a veces el Gobierno parece empeñado en acompasarse con los bandazos de los chismorreos de las redes sociales. No hay manera de entender el esperpento de la AstraZeneca. Ningún informe científico avala sus restricciones. La estadística que justifica la «precaución» del Gobierno central y la paletada del castellano leonés debería hacer retirar el café, la fruta, la leche o la mayonesa. ¿Y qué estupidez es esa de restringirla a la gente de 60 a 69 años? ¿Qué inmunidad a trombos se da justo en esa edad? Puede que haya profesionales empeñados en convertir el periodismo en una algarabía corriendo detrás de las redes sociales y puede que por eso haya gente que le dé yuyu la vacuna de marras, pero la gestión de las emociones públicas no es hacer al Gobierno parte de cada barahúnda descerebrada que arme ruido. Un poco de claridad y criterio ayudaría.

La derecha es cada vez más quinqui y montaraz. La izquierda a veces no se atreve y a veces no sabe. La actualidad se empeña en resumirse con una paráfrasis a García Lorca: aquí pasa lo de siempre, mueren cuatro romanos y cinco cartagineses.