La batalla de Madrid versus el ejemplo chileno

Tomás García Morán  

OPINIÓN

La guerra madrileña es en realidad una batalla a tres bandas entre tres grandísimos propagandistas: Miguel Ángel Rodríguez, ex jefe de gabinete de Aznar y actual consejero de Ayuso; Iván Redondo, politólogo de cabecera de Sánchez; y Pablo Iglesias, jefe de gabinete y politólogo de cabecera de sí mismo

19 abr 2021 . Actualizado a las 09:36 h.

Qué poquito nos gusta mirar a nuestra Latinoamérica hermana. Teorizamos sobre la pandemia en Suecia, por supuesto en Asia, EE.UU., Reino Unido, Alemania. ¿Y Chile? ¿Ese milagro austral, una especie de Piamonte entre el Pacífico y los Andes, en el que las heridas pinochetistas aún supuran en los extremos? El sistema político chileno impide a un presidente repetir legislatura. Y por eso desde el 2006 el país ha tenido dos presidentes alternos, Bachelet y Piñera, dos caras ideológicas de la misma moneda moderada y cabal. Médico socialista ella, ingeniero doctorado en Harvard él. «Lo que estamos haciendo en Chile -le escuchamos los asistentes a una conferencia que dio en el 2014 en Madrid- no sería posible sin lo que antes hizo Bachelet».

¿Qué ha hecho ahora Piñera? Gestionar la crisis como si el país fuera una empresa bien gestionada del siglo XXI. Arriesgar, equivocarse, aprender, negociar con mirada global, sin prejuicios ideológicos ni geográficos, legislando a toda prisa para soslayar embrollos burocráticos, apoyándose en la oposición. Y así, están entrando en el otoño austral con un tercio de la población vacunada, mientras aquí seguimos como en la Edad Media, matándonos a bayoneta calada por la disputa secular de las Hispanias. Centralismo versus periferia. Comunismo o libertad.

La guerra de Madrid es en realidad una batalla a tres bandas en la que las fichas del tablero las mueven tres grandísimos propagandistas: Miguel Ángel Rodríguez (MAR), ex jefe de gabinete de Aznar y actual consejero de Ayuso; Iván Redondo, politólogo de cabecera de Sánchez; y Pablo Iglesias, jefe de gabinete y politólogo de cabecera de sí mismo. 

Ingenuamente, podríamos pensar que Redondo ha dado un paso en falso en Murcia y le ha regalado una segunda vida política a Ayuso-Casado. Pero como está en la cresta de la ola, lo que en realidad ha hecho ha sido sacar a la zorra del gallinero de La Moncloa y ganar tiempo, quien sabe si para convocar unas generales en otoño y afrontar la legislatura de la recuperación económica con más tranquilidad. De ahí el segundo regalo: mantener al prejubilado Gabilondo, que ha tenido la gallardía de autodefinirse como un candidato soso. 

El laboratorio monclovita piensa que, con Iglesias arrumbado a la papelera de la historia y Casado a los pies de Ayuso y Vox, tenemos Sánchez hasta que las ranas críen pelo.

Pero ojo con las crestas de las olas. Este mayo se cumplen siete años de la irrupción de Podemos. Siete años de mar de fondo en el que las olas -brexit, Trump, Vox, monarquía, Gürtel, covid- han sido las del Mar de Fóra de Fisterra. Rizadas, resacosas, por veces asesinas. Olas traicioneras que pueden llevar a cualquiera al fondo del mar.

El cataclismo de la izquierda madrileña puede ser de tal magnitud que no deberíamos descartar a un Iglesias muerto y resucitado en septiembre. Reenganchado heroicamente a su puesto de penene en la Complutense. Ebrio de dignidad, blindado consorte en Galapagar, para volver al ruedo nacional si las bases lo obligan. 

Las próximas dos semanas serán nauseabundas. Como todos los populismos, la propaganda de MAR-Ayuso utiliza terminología sencilla para abordar problemas complejos.

2.200 muertos por 100.000 habitantes después, más que Londres y París, el doble que Roma y el triple que Berlín, lo que Madrid se juega es comunismo o libertad. Bares abiertos o más confinamiento e impuestos. Apelar a que el vecino nos roba, como llevan décadas haciendo Pujol y Junqueras, es facilísimo. Y nadie sabe mejor que MAR que la gente está hasta el gorro y mataría por salir a tomar unos gin tonics. La última jaimitada es ese hecho diferencial según el cual los madrileños, al salir del trabajo, se toman una caña. No como aquí, que cuando acabamos de muxir las 1.000 vacas que tenemos en cada casa apenas nos da tiempo a beber un vaso de leche.