Opaco y borroso

OPINIÓN

Miguel Bosé durante la entrevista
Miguel Bosé durante la entrevista .

20 abr 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

No se crean mucho a los gurús del management ni a los conferenciantes de las charlas TED (y sus innumerables imitaciones) cuando canten las alabanzas de la adaptación, la flexibilidad y la resiliencia en boga, presentando los múltiples «desafíos y oportunidades», por utilizar el sintagma manido, del entorno actual. Perdón por la tristeza, pero, por mucho que los vendedores de actitud lo edulcoren, no hay mucho de atractivo en la postración y el miedo, en el empobrecimiento y la dominación, en esta rápida reducción de nuestra propia condición a términos poco más que biológicos. De lo que se trata, en estos tiempos duros, no es tanto del florecimiento personal que nos evocan, sino de la supervivencia material, de la lucha por la propia dignidad más elemental. Si queremos salir de esta, nos toca ser duros de pelar, con menos filigranas y psicologismos.

Quizá sea signo de esta época, porque, con la mirada empañada por el propio vaho y con las voces opacadas detrás de la mascarilla, es fácil estar descolocados. Reverdece la categorización del mundo VUCA (por las siglas, en el inevitable inglés, de volátil, incierto, complejo y ambiguo) al que todos debemos ajustarnos, en una dinámica de cambio constante y glorificado, de impostado y obligatorio optimismo de la voluntad, contra tantas evidencias. Pero, en esta era que vivimos, resulta que no sólo todo es «brutal» en la adjetivación (cualquier charlatán utilizará la palabra antes que decir «grande», «importante», «considerable», «significativo», «valioso», «trascendental», «fundamental», etc.) sino que es, en efecto, embrutecido y embrutecedor el trato y la consideración hacia los derechos de las personas. Así que, cuando escuchamos a unos poniéndose en guardia cada vez que se reclaman las libertades civiles, o a otros blandiendo extrañas concepciones de la libertad que pasan por legitimar el abuso de los poderosos, supongo que es normal sentirse desprotegidos, desorientados y confusos. O, más aún, cuando se nos presentan como avances la desaparición del espacio público (aparte de la sagrada terraza hostelera) y su sustitución por el ciberespacio; aunque, si la frecuencia criminal y la práctica discursiva de éste se reprodujese en la calle, no saldríamos de casa sin pistola. Cuando se quiere reemplazar el músculo social de los movimientos ciudadanos, en proceso de evaporación, por la responsabilidad social corporativa. Cuando se avala la conversión del Estado en una máquina de control superlativo («brutal», para quienes no se salgan de ahí), sin voluntad de renunciar a sus rápidas conquistas, dispuesto incluso, entre otros desvaríos, a instaurar la diferenciación de derechos en función de la inmunización individual aunque esta no se encuentre al alcance de todos. Cuando se alienta la anulación de todo aquello que nos inquieta o interpela, porque no queremos decisiones difíciles ni preguntas incómodas. O cuando se presentan las invocaciones a la disciplina social como muestra de compromiso, en una apelación de resonancias históricas, como aquellas tan frecuentes, antes y ahora, del «no nos temblará la mano». Para culminar el dibujo del desconcierto, por toda resistencia frente al estado de cosas que vivimos tenemos al «amante bandido», si nos atenemos al espejo de los medios. Un páramo.

Así que echar de menos el mundo de ayer (o lo que ahora nos figuramos que era) y, con él, algo que se parezca a la claridad, a un esquema de las cosas relativamente inteligible, no es flaqueza de débiles de espíritu. El escepticismo y la reserva ante el mensaje hegemónico que nos conmina a adaptarnos (como dicen que la rana se acostumbra al agua a medida que va hirviendo) son también mecanismos de defensa. Otra protección individual que añadir a la panoplia de los «gestos barrera» a los que la pandemia obliga.