Isabel Díaz Ayuso
Isabel Díaz Ayuso Emilio Naranjo

27 abr 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Escribo este artículo un 25 de abril, el día en que dos países hermanos, Portugal e Italia, celebran su liberación del fascismo. En España, el fin de la dictadura tuvo más pacto y menos épica, hoy se honra más a los franquistas reconvertidos que a quienes arriesgaron su vida en la lucha contra el tirano. La Formación del Espíritu Nacional no encontró sustituto en la democracia, la derecha se encargó de impedirlo, quizá eso ayude a explicar lo que sucede en Madrid.

Al menos desde el siglo XVIII, España mira constantemente de reojo a la centralista Francia. Los primeros Borbones llenaron Madrid de palacios y academias y el resto del país de intendentes y sociedades amicales, pero ni pudieron culminar el ambicioso plan de carreteras que debía facilitar la cohesión de la diversa monarquía que habían heredado ni consiguieron que las luces lo iluminasen más que superficialmente. Nunca lograron despegarse de su país de origen, pero Napoleón los vio ya completamente castizos. Es sabido que el siglo XIX se inició con un arrebato patriótico contra ese emperador, que quiso sustituirlos por otra dinastía gala menos iberizada. Los Bonaparte fueron derrotados, mas España acabó idolatrándolos.

La derecha patria, casi siempre dominante, mientras rendía culto a Agustinas y Daoíces, recuperaba a los viejos bonapartistas para que construyesen aquí un Estado fuerte, centralizado y de orden, casi calcado del que había querido establecer el fracasado regenerador de Europa. La izquierda que, como bien explicó Flórez Estrada, había renegado de Napoleón cuando acabó con la república y las libertades y quiso dominar Europa, siguió también celebrando a los héroes de la Guerra de la Independencia, pero no dejó tampoco de admirar a Francia, a la del gorro frigio. Sus himnos eran el de Riego y la Marsellesa y hasta hubo quien, en 1931, prefería el último como nacional al del mártir asturiano, opción a todas luces poco viable. Es verdad que surgió a finales del XIX una corriente que, sin renegar del gorro frigio, miraba más al federalismo de EEUU, pero el fracaso de la Primera República volvió a fortalecer el jacobinismo, salvo en la incómoda periferia.

A unos y a otros les fallaba Madrid. Faltaba una ciudad como París, capaz de encarnar a toda Francia, ya sea para dominarla o para revolucionarla periódicamente. Nunca pudieron compararse en población: cuando Napoleón ascendía al poder, la capital española superaba por poco los 100.000 habitantes, París pasaba de 600.000; en 1900, la primera acababa de sobrepasar el medio millón y la segunda se acercaba a tres millones, que no engañen las cifras de los siglos XX y XXI, una cosa es el municipio y otra la aglomeración urbana. Su dinamismo cultural y su actividad económica jamás fueron equiparables. En España las revoluciones fueron casi siempre de provincias, incluso la de 1808, y muchas otras cosas también. A pesar de ello, una constante de la historia de la España contemporánea es el deseo de Madrid de representar al país entero. Florentino Pérez y la señora Ayuso lo ponen de manifiesto estos días.

Después de haber soportado la tensión sobrevenida, y en buena medida magnificada por unos y otros, del conflicto catalán, a la inmensa mayoría de españoles de provincias nos ha tocado sufrir. Primero, la obsesión del gobierno autonómico madrileño por convertir a su ciudadanía en multiplicadora de contagios del coronavirus por toda la península y, ahora, padecer una campaña electoral innecesaria para un parlamento regional que solo durará dos años.

Llueve en Madrid y se ahoga toda España, aunque en Asturias o Galicia luzca un sol espléndido. Los medios de comunicación locales, autodefinidos como nacionales, se han encargado, salvo honrosas excepciones, de colaborar con algunos políticos populistas para crear un ambiente irrespirable, poco menos que guerracivilista, a pesar de que sus argumentos se sostienen sobre infundios y verdaderas ridiculeces. Era inevitable que algo de esa tensión calase en el resto del Estado, pero ni en la prensa «de provincias» ni en las calles se aprecia la crispación que se quiere multiplicar desde la capital. No atribuyo el desvarío al conjunto de los madrileños, hijos de todo el país que han buscado en la capital mejores condiciones de vida, sino a esa seudoélite rancia, infectada del peor centralismo, incapaz de comprender la diversidad, que nunca ha aceptado realmente el sistema de autonomías y ha digerido mal la democracia y que, encima, ahora se ha radicalizado políticamente o, simplemente, se ha liberado de complejos y se muestra como realmente es.

Para un provinciano harto de monsergas apocalípticas, la reacción natural ante estas elecciones sería desentenderse de ellas, pero su deriva se ha vuelto realmente peligrosa. No está en juego el gobierno de España, pero sí el futuro de la derecha, que lo condicionará en los próximos años. Un gobierno de Díaz Ayuso con la extrema derecha de Vox acabaría con el «centrismo» del inconsistente señor Casado y mostraría una inclinación del electorado hacia el populismo extremista que podría tener graves consecuencias. El comportamiento de Vox, su intolerable campaña electoral, cínica, xenófoba y rayana en la exaltación del terrorismo, convertiría su llegada al gobierno de Madrid en alianza con el PP en algo inédito en Europa, porque tanto Ayuso como Monasterio hacen moderados a la Lega italiana y a Fratelli d’Italia ¿Hubieran sido capaces de participar en un gobierno como el de Mario Draghi, con los «socialcomunistas»?

Una derrota de Ayuso y de Vox podría servir para pinchar el suflé de la radicalización política artificial y para devolver al neofranquismo a la marginalidad de la que nunca debió haber salido. A los de provincias, que no podemos votar, nos queda confiar en la cordura del pueblo madrileño y desear fervientemente que no nos amargue la tan deseada salida de la epidemia. Madrid no es España, pero tanto puede ser su vanguardia como su peor rémora.