La política, lo simbólico y lo prosaico

OPINIÓN

La presidenta de la Comunidad de Madrid y candidata del PP a la reelección, Isabel Díaz Ayuso, en un acto de campaña celebrado este lunes en Torrejón de Ardoz.
La presidenta de la Comunidad de Madrid y candidata del PP a la reelección, Isabel Díaz Ayuso, en un acto de campaña celebrado este lunes en Torrejón de Ardoz. FERNANDO VILLAR

18 may 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Como sucede después de las grandes conmociones, una vez que se recupera el aliento, tras el estremecimiento y la inmovilidad iniciales, afloran las viejas tensiones y emergen las nuevas, originadas al calor de la calamidad. Apenas estamos empezando a salir (o eso parece, crucemos los dedos) del infierno pandémico y el desarrollo de la campaña a las elecciones a la Asamblea de la Comunidad de Madrid nos muestra en carne viva los desgarrones en la convivencia y avanza el lodazal en el que amenaza con convertirse la política española. Política kárstica, con capacidad disolvente, salvo inesperado cambio de ritmo y de tono, que una parte no pequeña de la sociedad agradecería. En cuanto al resultado de los comicios, la victoria de la derecha veremos si anticipa un cambio de ciclo o es propia de la idiosincrasia madrileña; la profundidad de la huella socioeconómica de la crisis y la rapidez de la ansiada recuperación probablemente nos lo dirán.

De la campaña madrileña resulta una conclusión singular. Es difícil comprender como, con los antecedentes históricos (incluso en democracia), la derecha ha sido capaz de patrimonializar también la idea de libertad, convirtiendo su extraña concepción de ésta en la referencia y situándose en el papel de administradora del canon. Y, más aún, como la izquierda (y, particularmente, la socialdemocracia, con más galones para esta batalla), pese a las alertas de algunas de sus voces solitarias, se ha dejado robar la cartera en ese campo, admitiendo ese juego trapacero hasta el punto de mostrar aversión teórica, poniéndose en guardia cuando se blande justamente la necesidad de preservación del máximo de libertades aun en medio de la tormenta sanitaria.

Lo curioso es que la realidad de la gestión de la pandemia desmiente el reflejo distorsionado, tan del gusto de Isabel Díaz Ayuso, sobre un Gobierno central liberticida al que oponerse «a la madrileña». Porque, si lo observamos en perspectiva y en comparación con otros muchos países, empezando por nuestros vecinos europeos, España, tras el shock inicial de la pasada primavera (también con sus desproporciones, como nos pueden contar nuestros hijos de primera mano), aun con todas sus contradicciones y excesos en las siguientes oleadas (del ariete policial en la fiesta en el piso turístico, sin orden judicial, a la prohibición tajante de la concentración del 8-M en Madrid, pasando por la profusión de decisiones limitativas de la movilidad y las reuniones), ha sido uno de los países que ha mantenido una relación más cercana al equilibrio al conjugar los riesgos en liza, aunque se haya hecho y se haga en el filo y asumiendo un grado de confusión normativa e inseguridad jurídica lesiva (hasta cierto punto, inevitable). Evitar la reedición de confinamientos severos, mantener mayoritariamente la actividad educativa presencial en etapas obligatorias, territorializar  la respuesta para actuar de manera más selectiva, avanzar rápidamente en la reapertura de actividades, continuar cierta programación cultural o interrumpirla lo mínimo (no sólo en Madrid, como habría que explicarle a Nacho Cano), soslayar las medidas discriminatorias más sangrantes (al menos de momento, el potencial separador asociado al pasaporte sanitario existe), o evitar un estado de alarma perenne que presente como normales limitaciones que deben ser excepcionales, están en el haber de nuestro país y, especialmente, del Gobierno central.

Algunos gobiernos autonómicos, también muchos de los controlados por Partido Popular, han navegado en otra dirección, véanse a título de ejemplo las desmesuras de las reformas de las leyes de salud pública autonómica, trufadas de lógica securitaria, plagadas de atribuciones de control intrusivas y facultades sancionadoras exacerbadas y de dudosa base competencial. Por cierto, la que más ha desbordado los límites ha sido, probablemente, la Ley 8/2021, de Salud de Galicia, auspiciada por el «moderado» Feijoo y recurrida  al Tribunal Constitucional por el Gobierno de España. Asturias, aun gastando una retórica dura (sobre todo en el camino hacia la segunda ola), no ha sido la más restrictiva ni de lejos, tampoco ahora; entre otras causas, por carecer del instrumento estatutario del Decreto-Ley, pero también por contar con un sistema sanitario robusto y por una progresiva y juiciosa atemperación del impulso al cerrojazo, encontrando, con el tiempo, una senda más proporcional. 

Pese a todo ello, en la esfera dialéctica, se ha situado a las fuerzas de izquierda en un papel represivo que, por lo común, no se corresponde con lo que hemos vivido, y que, sin embargo, han asumido como propio. Sorprende escuchar recientemente el término «libertinaje» en palabras de la nueva Delegada del Gobierno en Madrid, por ejemplo, ahondando en el error y evocando la vieja cantinela retrógrada que opone libertad y libertinaje. Aunque no sobran las llamadas a la responsabilidad hasta que se asiente el control de la pandemia, la libertad no es una molestia ni un  peligroso veneno del que mantenerse alejado. El ejercicio irresponsable de esta por una minoría no justifica un discurso de intransigencia, ni ahora ni nunca.

Con el terreno expedito, ha acabado por ser más relevante, para valorar el grado de intromisión en la libertad individual, el debate sobre si en Madrid es más o menos posible tomarse una caña al aire libre, en la conversión, tan del gusto de la derecha, de la libertad con un objeto o una práctica de consumo. La izquierda, en lugar de perseguir su agenda, poner la atención en la razón por la que la clase media madrileña huye de los servicios públicos, o resaltar el oportunismo electoral de Díaz Ayuso, embistió en tropel ese señuelo, ganándose el papel de aguafiestas puritano y perdiendo el control del debate. Se sumó a la larga e incómoda lista de personas, coadyuvantes espontáneos de las autoridades sanitarias, empeñadas, en esta pandemia, en decirte lo que tienes que hacer en todo momento, hasta el bullying salubrista si es necesario.

Desconociendo, de paso, que, evidentemente, la libertad no es beberse una cerveza en una terraza, pero también eso forma parte de la noción más pedestre de la libertad; al fin y al cabo, «libertad para los que toman algo» decía una simpática pintada que resistió un buen tiempo en un chaflán de la Catedral de Oviedo. Y, ya en la escalada simbolista, resultó que nadie seguía la manifestación cuando se esgrimió, en la parte final de la campaña, la «alerta antifascista», porque de tanto abusar del término «facha» o «fascista», ha venido en perder significado para el votante. Incluido el progresista, que se puede sentir inquieto (con razón) con la eventual llegada de Vox a los gobiernos o con la dependencia parlamentaria de esta fuerza, pero que, al menos de momento, no siente peligrar la supervivencia democrática a manos del PP. Hay, en todo ello, además, una cierta reprimenda del electorado a cierta arrogancia moral de la izquierda, un verdadero lastre, que debería servir para huir de los errores cometidos por quienes cayeron en el menosprecio de los votantes del adversario. Para muestra, la invocación a la «tabernidad» de la derecha madrileña, de Tezanos, criticando la nueva base social de la Presidenta (argumento debidamente distorsionado y amplificado a placer por los medios conservadores), que tiene resonancias al «basket of deplorables» que Hillary Clinton dedicó a los seguidores de Trump, terminando por espolearlos.

Aunque, justificadamente, se hable con frecuencia del predominio de las emociones, en el fondo estamos en tiempos de política prosaica, como la misma realidad tangible. Con el retroceso de la pandemia, quedarán en la orilla los restos del naufragio social y lo más elemental, lo más inmediato en las necesidades materiales personales, prevalecerá en la motivación de muchos electores, por encima de los grandes discursos e ideales. Me pregunto, si al igual que el debate sobre la libertad se ha perdido por la izquierda (más por incomparecencia dialéctica que por praxis), las fuerzas que sustentan al Gobierno que ha establecido un fuerte sistema de protección social de urgencia contra los efectos de la pandemia, y que además es indiscutible actor del mecanismo de recuperación y resiliencia que permitirá encauzar cuantiosos fondos europeos, se dejarán arrebatar también ese dominio, perdidas en categorizar con saña las conductas de los ciudadanos responsables o irresponsables o en aceptar una política de frentes que no siempre les beneficia.