
No creo que el pasado sea un lugar mejor, y no siento ningún interés por hacer la mili o vivir como un paria. No siento esa nostalgia.
No desprecio el pasado, ni abogo por el olvido. Me gusta analizarlos desde la distancia pero con consciencia. El conocer las duras historias del pasado de mi familia me ha servido para forjarme como persona, aunque nunca he sabido si de forma totalmente consciente. A mis abuelos, a mis padres y sus hermanos, les habría gustado vivir mejor de lo que vivieron buena parte de sus vidas. He conocido sus historias a lo largo de los años, un puzzle que ha ido encajando en mi mente poco a poco. Cada pieza es una anécdota terrible o hilarante, en mi familia no hay muchos grises, y en cualquier caso quizá son los únicos géneros de historias que merecen recordarse. Por lo tanto, estas historias no son historia por sí solas al ser necesariamente sesgadas, y solo son historia cuando encajan en un puzzle mucho más grande.
El ser consciente de la dureza de sus vidas o de mi propio pasado es lo que hace que me causen rechazo los ejercicios de nostalgia. No quiero que se repitan vidas a medio gas de gente caminando sobre un alambre oxidado toda su existencia. Y sé que antes era más frecuente vivirlas así.
Mi abuela manchega tuvo tres hijas y tres hijos. Todos ellos vivían en un chamizo como el de «Los santos inocentes». Con todas las privaciones que tuvieron, mi padre suele decir que había familias viviendo mucho peor. Cuando iban de romería, siempre había niños famélicos y andrajosos alrededor de las familias que tenían un poco más a ver si les caía algo. Esto me lo contó mi padre mientras veíamos Las uvas de la ira de John Ford, donde hay una escena en la que ocurre algo muy parecido. Acababa de comprar la película en DVD y nos pusimos a verla. Es una de las pocas ocasiones en las que le he visto llorar. Y no fue algo nostálgico por su parte. Era un recuerdo triste, doloroso. Era el recuerdo de algo que no debería haber ocurrido.
La vida que llevaron mis abuelos no es deseable. No había más dignidad en ella que la inherente a su existencia. Esta llorera que le ha entrado a alguna escritora española y a algún que otro periodista con que la izquierda actual rechaza cosas que se deben reivindicar con orgullo es ridícula. Los buenos y viejos vínculos, la familia numerosa, el terruño, vivir a medias o a cuartas, la patria, todo eso, no es algo que en la izquierda se rechace desde ayer. Esa es una afirmación insostenible desde antes de Marx y Engels, y muchos de los esfuerzos de las diferentes izquierdas han ido casi siempre orientados a prescindir de esos pilares como los conocemos. Esta nostalgia con los valores tradicionales (solo de boquilla, ojo), es la que hace que Vox simpatice con esa llorera, pues nada más conservador y de derechas que volver a tener a las clases bajas viviendo como vivían mis abuelos, el sueño húmedo y hediondo del peor de los explotadores.
Vivo asombrado este año con la cantidad de periodistas culturales o pretendidas intelectuales más jóvenes que yo a las que la vida les ha sonreído más que a mí que reivindican un pastiche zafio de los valores tradicionales. Desde la atalaya que te otorga tener estudios superiores es fácil asomar el hocico para contarnos con nostalgia cómo vivieron tus antepasados. Ya te lo digo yo: vivieron mal. Con cuarenta años nadie me ha querido tanto como para tener hijos conmigo, pero es poco probable que llegado el caso hubiera decidido que mi mujer es una coneja y que me iría estupendamente teniendo siete hijos. Hay gente viviendo de esto, de esta llorera. Todos los ejercicios de nostalgia están basados en mentiras. Mentiras que nos cuentan otros o que nos contamos a nosotros mismos. A diferencia de ellos, yo no tengo que asomarme a mis ancestros para encontrar obreros. Me basta con mirarme al espejo. No hay orgullo, solo cansancio.
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