El secretario francés de asuntos europeos amagó el lunes con una crisis diplomática capaz de zarandear la delicada relación entre los socios del continente. Había varios asuntos que justificaban la vacilación de Clément Beaune, algunos de enjundia humanitaria, como el lanzamiento masivo de niños hacia Ceuta y en general la llegada a las fronteras de Europa de miles de desamparados. Estaba también el tema de la pandemia, con esta región del mundo en proceso de vacunación y haciendo cábalas sobre la reactivación del turismo y la economía; y el estratégico de Bielorrusia, con su manía de arrestar periodistas. Pero la contundencia diplomática de monsieur Beaune se dirigió esta vez hacia el auténtico símbolo de la Unión, la manifestación cultural por antonomasia, a la vista de las tensiones que se han desatado entre los socios y el despliegue técnico y probatorio que ha acompañado a la crisis. Las operaciones de las últimas horas han estado destinadas a salvar el festival de la canción y a demostrar que en Eurovisión nadie se droga. En concreto, que nadie se droga con cocaína y a la vista del público, tal y como parecía deducirse de un vídeo en el que el cantante del equipo ganador, italiano, se manejaba como si estuviese en pleno traqueteo y despacho de una raya en el corazón de la Green Room. Hubo de ponerse en marcha el CSI eurovisivo, con la revisión de cámaras y contraplanos, y hasta encargar análisis de doping como en el Tour, para demostrar que Damiano celebró la victoria sin euforias químicas ilegales. La tensión entre Italia y Francia queda de momento aplazada, aunque más que una disputa por un festival demodé parecieran estar discutiendo dos maneras de concebir Europa. En cuanto a la cocaína, ya lo dijo el capitán Renault: «¡Qué escándalo, he descubierto que aquí se juega!».