Del Maradona entrenador de Argentina en Sudáfrica se recuerda lo mal que gestionó la lucha de egos con un Messi entonces presentido redentorista de la albiceleste. Para cortar en seco una messimanía que no soportaba, el Diego zanjó la cuestión al responder cuál era su once innegociable: «Mascherano y diez más». Con cuatro palabras ninguneó al rosarino.
Aclarado el copyright de la frase idéntica de Luis Enrique, queda interpretar si su sentido fue proteger a Morata o poner a resguardo su orgullo de entrenador, en cuyo caso sería doblemente maradoniana. Tuvo la precaución, tribunera pero cabal, de cubrirse con Gerard Moreno. Pero el nombre de Morata estaba grabado en los dientes de sierra de la noche. En el minuto 2, cometió un penalti sobre Zielinski. VAR y árbitro callaron. Si llegan a pitarlo, se organiza el motín de Esquilache. Llegó el gol agónico y sanativo. Y la devolución de Lewandoski al segundo aviso. El penalti fallado quiso ser salomónico en su atribución de culpas. Pero será por siempre el penalti de Morata, ya ecce homo. Luis Enrique pidió que no se abucheara al delantero. Desde el minuto 70, La Cartuja pareció el Estadio Nacional de Varsovia.
El primer gran movimiento tectónico del torneo tenía que proceder del grupo de la muerte. Francia se reveló humana no pasando del empate en el cocedero populista de Budapest. Y dando pistas de que Griezmann, Dembelé, Varane o Pogba muestran la misma fragilidad que alimentó las insuficiencias de sus clubes. Luego, Portugal pasó de la euforia a ser un guiñapo zarandeado por Alemania, cuyos faros son novísimos de la élite: Gossens o Havertz. Olvidamos el aviso forjado a hierro en el frontispicio en el templo de las grandes competiciones: Nunca den por liquidada a Alemania. Pareció hacerlo Portugal. Y de esa irreverencia salieron demudados Semedo o el autogoleador Ruben Días. Y en jaque su construcción de juego, con tarde negra de Bruno Fernandes, Danilo y William Carvalho, desapuntados como peloteros y como aforcados.