Es peligroso normalizar la anormalidad

OPINIÓN

El presidente del Partido Popular, Pablo Casado, y el líder de Vox, Santiago Abascal, conversan durante la sesión
El presidente del Partido Popular, Pablo Casado, y el líder de Vox, Santiago Abascal, conversan durante la sesión Efe | Ballesteros

06 jul 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

En cualquier sistema constitucional con libertad de expresión y de asociación política, los partidos que están en la oposición, con el apoyo de los medios de comunicación afines, utilizan todos los argumentos posibles, incluso con cierta exageración, para convencer al electorado de que deben sustituir al gobierno. Lo que no es habitual en una democracia consolidada es que se cuestione la legitimidad de un ejecutivo que alcanzó el poder tras unas elecciones limpias. Ha sido una práctica introducida en EEUU por Donald Trump y que en España han adoptado tanto la extrema derecha de Vox, algo previsible en un partido autoritario y filofranquista, como el PP e incluso Ciudadanos, lo que sorprende más en sedicentes liberales.

Las recientes declaraciones del expresidente Aznar son especialmente graves, por la personalidad que las emite y por su contenido. La manipulación de los terribles atentados que sufrió Madrid en 2004, solo tres días antes de las elecciones fue obra del gobierno y no es de extrañar que provocase protestas en la jornada de reflexión, aunque no fuese un día adecuado para manifestaciones callejeras. Participé en la gran manifestación de duelo del día 12 de marzo en A Coruña, que La Voz de Galicia definió como la mayor celebrada en la ciudad, y me sorprendieron los gritos de «¿quién ha sido?», coreados por millares de personas. No lo esperaba, comprendí de inmediato que una gran parte de la ciudadanía rechazaba el intento de atribuir a ETA unos atentados que reproducían lo que el terrorismo islamista estaba haciendo en otras partes del mundo. Fueron el señor Aznar y su gabinete los que contribuyeron de forma decisiva a la derrota electoral de Rajoy. El PSOE de Zapatero volvió a ganar limpiamente las elecciones de 2008.

La moción de censura que llevó por primera vez al poder al presidente Pedro Sánchez fue constitucional y las interpretaciones sobre la condena al PP por corrupción no pueden convertirla en ilegítima. Los diputados que votaron a favor sabían perfectamente lo que hacían y ninguno se desdijo hasta ahora o manifestó haber sido engañado. En cualquier caso, el PSOE ganó dos elecciones generales después de la moción de censura, perfectamente limpias y en cuyas campañas el PP pudo argumentar lo que quiso, otra cosa es que no convenciese a los electores. Legítima es también una mayoría apoyada por partidos legales con representación parlamentaria y, por lo tanto, el actual gobierno.

Se ha dicho, con razón, que la derecha española nunca ha aceptado de buen grado una democracia en la que pudiera perder las elecciones. Una «democracia» tutelada por los políticos franquistas, con el Consejo Nacional del Movimiento integrado en un Senado «corporativo» y el PCE ilegal, fue la que promovió el ministro Fraga Iribarne en 1976, para que la derecha se perpetuase en el poder en la restaurada monarquía. Cuando fracasó, creó la Alianza Popular neofranquista de los «siete magníficos», que cosechó una estrepitosa derrota en las elecciones de 1977, en las que sufrió la humillación de quedar por detrás del PCE. Una vez aprobada la Constitución, convirtió Alianza Popular en partido, con su significativo eslogan de «la mayoría natural». No cabe duda de que Fraga y sus secuaces consideraban que lo natural era que gobernasen ellos, pero no la ciudadanía, que otorgó en 1982 una mayoría abrumadora al PSOE.

De todas formas, Fraga tenía la ventaja de su sentido del Estado, tan arraigado que lo hacía comparable con Talleyrand. Como él, estaba al servicio del Estado, fuese cual fuese. Eso y las holgadas mayorías que siguió consiguiendo Felipe González, lo convirtieron en un líder de la oposición bastante razonable si se lo compara con el Aznar del «váyase», el eslogan que definiría al PP hasta la actualidad cuando no ocupa el poder. La demostrada obsesión de ese partido por controlar la justicia, el Tribunal Constitucional y los medios de comunicación va en el mismo sentido de asegurar su permanencia indefinida en el poder, que sigue considerando lo natural.

España ha sufrido desde 2008 una concatenación de crisis económicas y políticas que explican el duro enfrentamiento entre los gobiernos y los partidos de oposición. Los sucesos de Cataluña en 2017 tenían inevitablemente que provocar graves tensiones políticas, pero todo tiene un límite.

Puede discutirse el acierto de los indultos a los políticos catalanes implicados en la convocatoria de un referéndum ilegal y en una simulación de declaración de independencia, que no supuso siquiera que se arriase la bandera española del palacio de la Generalitat o que se hiciese nada por materializarla; cabe recordar que el flamante líder de la ectoplásmica república independiente abandonó sus responsabilidades y se fue a tomar unos vinos a su pueblo, convenientemente televisados, antes de marcharse al extranjero. El referéndum podría considerarse una teatral forma de protesta que produjo graves incidentes de orden público y los actos políticos posteriores extralimitaciones legales voluntariamente atemperadas o, como hizo el Tribunal Supremo, delitos de sedición. Habrá que ver si la justicia europea, más distante y menos politizada, confirma la decisión de la española o considera que hubieran sido más razonables sanciones por alterar el orden público y condenas por desobediencia. La equiparación de lo sucedido en 2017 con un golpe de estado entra en el terreno del delirio. En cualquier caso, los indultos no deslegitiman al Tribunal Supremo, como no lo hacen con ningún tribunal, tampoco son ilegales o anticonstitucionales.

Se puede discutir, sin necesidad de cuestionar la dureza de las sentencias, si es preferible el castigo ejemplar o la indulgencia, son debates distintos. Ya comenté en un artículo reciente que la tradición del perdón a los condenados por delitos con connotaciones políticas estuvo siempre muy arraigada en la España constitucional y creo que es la mejor alternativa en la actualidad. Entiendo también que se opine lo contrario, pero lo que es inaceptable es que se utilice desde la oposición un lenguaje golpista, deslegitimador de las instituciones democráticas y que esta se invista de la potestad de otorgar títulos de constitucionalismo que, paradójicamente, convierten a más de media España en enemiga de la Constitución.

Poco razonable es también que se haya utilizado una crisis sanitaria universal, en absoluto provocada por el gobierno de turno, para aumentar la tensión en la sociedad en vez de buscar la colaboración. El gobierno ha cometido muchos errores, pero que el radicalismo de Vox haya arrastrado al PP es muy alarmante.

Insana es la utilización partidista de las víctimas del terrorismo y vergonzosa la manipulación que ha transformado una medida administrativa y policial, la dispersión de presos de ETA, en una pena adicional, no prevista en ningún código, que debe mantenerse aunque la disolución de la organización terrorista la haya convertido en innecesaria.

Resulta incomprensible que buena parte de la derecha siga despreciando, a veces humillando, a las víctimas de la dictadura franquista o incluso del nazismo. Ya hay un museo memorial de las víctimas del terrorismo ¿cuándo se abrirá otro de las de la dictadura? La solemne tontería que Casado sostuvo en el Congreso el pasado miércoles no solo prueba, una vez más, su indigencia intelectual, sino que demuestra la incapacidad de la derecha para romper con el franquismo.

Fue una tontería porque solo a una minoría del bando republicano, los anarquistas, podría atribuírsele el deseo de establecer una «democracia sin ley», pero también una ignominia que equiparase a los dos bandos y se olvidase del golpe de estado contra la ley que provocó la guerra y muy significativo que atribuyese al franquismo «ley sin democracia». La dictadura no fue un Estado de derecho, sino un Estado con leyes arbitrarias, que el dictador podía promulgar personalmente, sin contar siquiera con sus Cortes «orgánicas», en el que no se respetó ni el principio elemental de la no retroactividad.

El señor Casado me hizo volver a mis años del bachillerato en el Instituto Jovellanos, cuando los policías de la Brigada Político Social que nos daban clase de Formación del Espíritu Nacional intentaban convencernos de que España era un Estado de derecho. Quizá extrañe a algún lector que no viviese aquellos años que fuese la policía política del régimen la encargada de adoctrinar a los adolescentes y, de paso, espiarlos. Pero a mí lo que me resulta desolador es que el líder de la oposición comparta con ella argumentos.

No se avecinan tiempos fáciles, ojalá se supere la crisis económica y se confirme la remisión de la pandemia, pero el asunto de Cataluña no tendrá solución sencilla. Es cierto que los males con pan son más llevaderos, pero afrontarlo con un enfrentamiento de nacionalismos viscerales es el peor camino. Solo cabe confiar en el pragmatismo de los implicados en las negociaciones y en que se confirme en todo el mundo el declive de los radicalismos populistas y nacionalistas, que ya se atisba en EEUU, Alemania y Francia. Quizá esa tendencia llegue a España y los partidos cambien de estrategia e intenten convencer al electorado con propuestas y no convirtiendo a los rivales políticos en criminales.