Samuel y los otros

Jorge Sobral Fernández
Jorge Sobral CATEDRÁTICO DE PSICOLOGÍA DE LA USC

OPINIÓN

MABEL RODRÍGUEZ

07 jul 2021 . Actualizado a las 08:45 h.

A Samuel no lo mató un individuo; al menos, no un sujeto singular con nombre y apellidos. No lo mataron ni uno, ni dos, ni tres. Fue un crimen grupal; y él, víctima de otra manada, realidad poco iluminada estos días. Quizás el resplandor de la homofobia nos ha deslumbrado. De algo estamos seguros: su muerte, en los códigos mentales de sus ejecutores, se colectivizó, se socializó. La instancia agente, el actor principal, fue un grupo, el grupo. Y, aunque a menudo lo olvidemos, a las ciencias del comportamiento les sorprende más bien poco. Se sabe mucho y bien sobre las potentes metamorfosis de individuos sumergidos en experiencias grupales; una transformación tan intensa como relevante sea ese grupo para ellas.

Esta puerta da acceso a los préstamos de identidad y control: el yo particular dimite de su autonomía, de su gerencia moral, de su habitual criterio del buen saber y entender. Es relegado y al servicio de un sujeto naciente y poderoso: el nosotros. No en vano, en teorías psicosociales clásicas, se llamó «proceso de desindividuación» a aquellas alteraciones perceptivas, emocionales y conductuales que a menudo tienen lugar en los grupos humanos pequeños (entiéndanse como aperitivos anticipadores de las grandes barbaries atribuibles a la «psicología de las masas»). Así, uno tras otro, los miembros proceden a lo que un prestigioso colega llamó «fusión de identidades»: los sujetos palidecen, el grupo se autonomiza, genera procesos propios, el fruto de la interacción entre los miembros es «uno más», y tal vez el miembro más poderoso: el grupo percibe, procesa, siente, cree, decide, tanto reactiva como proactivamente. Y lo hace como tal. No como un simple agregado de voluntades: recordemos aquella sabia sentencia gestáltica: «el todo es algo más, y bien diferente, de la suma de sus partes». La investigación nos ha dejado claro que, entonces, la responsabilidad individual se disuelve en la colectiva; la culpa de cada cual se hace imposible: solo soy pieza del engranaje. El autocontrol emocional y conductual se vuelve difícil, quimérico. Las emociones compartidas vigorizan y el freno, la inhibición, tienden a la ausencia. Los sujetos, jibarizados en ese magma, aceptan riesgos que en solitario nunca asumirían. A veces, de esa pócima surge el heroísmo inverosímil y admirable. Más a menudo, surge la sumisión acrítica, la violencia insensata, las alertas morales pisoteadas. La manada.

¿Homofobia? Puede ser. Seguramente también estuvo presente. Leña al fuego. El diferente, el otro diverso, cuyo contraste realza nuestro yo colectivo. Somos lo que no son los demás. Nada nuevo bajo el sol. Es muy manido aquello de que «el hombre es un animal social por naturaleza». Ya. Muchos otros animales también. Incluidos algunos depredadores. Cuidado con según qué sociedad.