Antes urbanos y ahora rurales

OPINIÓN

Terneras pastando en Niévares, con el Naranco de fondo
Terneras pastando en Niévares, con el Naranco de fondo

11 jul 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Me dicen los notarios que, después del largo confinamiento por causa del COVID-19, aumentaron las compraventas de fincas rústicas, de las tradicionales quintanas y casas de pueblos. También de edificaciones asentadas en terrenos rústicos, los mal llamados núcleos rurales. En uno de los pocos periódicos que en papel quedan, de Madrid, leí el 6 de julio último: «El cambio de tendencia que se está viendo tiene un largo recorrido y es que la pandemia ha cambiado nuestra idea acerca de la calidad de vida». 

Para dejar lo urbano existen razones objetivas; los aires irrespirables y el confinamiento en esos «agujeros habitacionales» con hipotecas vitalicias, llamados pisos, resultaron insoportables; e insoportable fue vivir en colmenas de cemento, sin luces y sin intimidad, en las que se oye cómo hacen el amor, cómo gritan o susurran, los vecinos de abajo, y teniendo que soportar al vecino colindante, músico, derroche de simpatía, que ensayaba la pieza de bandurria chillona, a tocar a las 20.00 horas, saltando a la fama, gracias a una «tele de provincias». 

Además de lo objetivo, está lo subjetivo para ir a lo rural desde lo urbano, que es afán y afición -el llamado ruralismo-, que está muy presente en lo asturiano; lo aldeano siempre fue una «pulsión» asturiana, como el segar hierba, beber sidra, catar la vaca o contemplar la xatina asturiana. Por ello, la mejor escritura de aquí, la de Don Armando Palacio, con su La aldea pérdida, y la de Clarín, con sus Cuentos, tienen tantas referencias al paisaje rural, a castañales, a carbayos, a las vacas mugiendo y a las gallinas cloqueando. Todo es de aquí, de la casa, muy personalizado, como de la abuela, y tan romántico como las leyendas de Becquer o los versos de Espronceda. 

Más, para ahorrar catástrofes, hay que advertir: el ir de la ciudad al campo tiene un reverso, pues con el tiempo, se quiere volver de la aldea a la ciudad, por inadaptación, por miedo a los golpes de los ladrones, por hartura de tanto cuchicheo y maledicencia de aldea, por el botellón de los hijos y/o nietos. Después de haber vendido el piso, resulta que hay que comprar otro, de nuevas y a vueltas con las hipotecas. Y es que, muchas veces, en el paso de lo urbano a la ciudad, hay inconvenientes e inadaptaciones, resultando que lo tan deseado en el campo, como el silencio, el poder escuchar el canto de los pajaritos y leer el Pronto con tranquilidad en la hamaca junto a las hortensias, eso mismo acaba siendo insoportable. Vayamos a ello y por partes. 

Los ruidos que en la aldea produce el que llega de la ciudad son tremendos; inmediatamente, firmada la escritura, el urbanita en el campo compra ese monstruo, intermedio entre un tractor y un triciclo, que se llama «cortacésped», de ruido que causa sordera. Encima de tal máquina, con visera y pantalón vaquero con tirantes, va el que, por ser ya rústico, es ya un genuino Rogelio o Sabino, y que mira a los que pasan junto a su finca, como diciendo: «Estos no saben quién soy yo». O sea, un perfecto Cid Campeador, subido a su Babieca. Y es que los que dejan la ciudad y van al campo, no soportan el silencio campestre; y si no hay ruido, lo hacen; mucho ruido para no deprimirse. No basta eso tan bucólico que es regar, con jardinera amarilla, el ciruelo de hoja un pelín roja o el limonero.  

Muchos urbanitas, instalados en lo rural, ignoran que la depresión en el pueblo es peligrosa, contagiosa. Empezando poco a poco y terminando con dramáticas consecuencias, siendo un infierno el «murri-murri», muy triste, del cónyuge, hombre o mujer, pidiendo volver a la ciudad por tristeza o melancolías. Hay muchas hipótesis y tesis sobre la causa de los trastornos mentales, que dicen son más frecuentes en el campo que en la ciudad. Y especialistas dicen que, por vivir en una colmena, por oír cómo se aman los vecinos o por los ruidos del vecino, tocador de bandurria, la gente no se deprime; al contrario, se distrae pensando en tanto barullo. 

Por el contrario, en el campo, la gente sólo piensa en sí misma, es su tema recurrente, e inevitablemente, se deprime: sólo quien piensa en sí mismo, a lo bestia, enferma de depresión o melancolía. Los distraídos jamás se deprimen. El contacto con personas, con vecinos, cura; lo del ciruelo o masticar comer arándanos en soledad, enferma, aunque curen vejigas. Y la gran pregunta: ¿El freír a la parrilla, al aire del campo, docena y medio de chicharros compensa de tanta tribulación?  

Y hay patrones culturales muy diferentes en la ciudad y en la aldea, a los que hay que adaptarse. ¡Qué espectáculo tan sexual y dominante, tan poco urbano, el del gallo de la quintana o pito de caleya, persiguiendo a las gallinas o pitas, negras o roxias, sin pedir consentimientos para colocarse encima, trámite necesario para, más tarde, poner ellas los huevos! ¡Qué espectáculo tan sexual y dominante, lamentable también, el de los toros, siempre bravos, aunque parezcan tranquilos, dominadores de vacas, a las que mantiene en rígidas colas para subirse y así preñarlas, en proporción desigual, de un macho por 15 vacas! 

Parece fácil el traslado del piso a la casa rural, pero puede ser muy, muy complicado. Hay que pensarlo y repensarlo. Es un consejo, de esos, como los que se dan en una oficina de contratación de seguros, muy personalizado.