El peligro somos nosotros

OPINIÓN

PILAR CANICOBA

13 jul 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Entre el legado de cascotes que nos deja la pandemia (¿habrá alguna flor en el escombro?), de la que para nuestra desesperanza, no terminamos de salir, se encuentra un grado de sujeción especial de las personas a los Estados, como hacía tiempo que no veíamos en las democracias liberales. Como señala la historiadora Raquel Varela, referente europea de las voces críticas contra los excesos incurridos por las autoridades en la restricción de libertades durante el combate contra la pandemia, los Estados nunca han sido tan poderosos como ahora. Lo cual, por otra parte, no quiere decir que sean, necesariamente, más eficaces. Pero lo cierto es que se asume acríticamente por una mayoría (muchos incluso piden más) que la subordinación a toda clase de reglas exuberantes, limitaciones superpuestas, controles continuos y agentes de toda condición (no necesariamente funcionarios públicos) es imprescindible para nuestra protección. Y, como vértice de todo ello, en el espacio público (y ocasionalmente en el privado, como ha sucedido con la irrupción, ariete en mano, en fiestas particulares), la colocación a las fuerzas y cuerpos de seguridad como puntal de la supervisión a la tropa. Y, dentro del objeto de escrutinio, la sospecha sobre la conducta, casi predelictual en el nuevo canon, del grupo de jóvenes, y, singularmente del botellón, práctica subcultural de socialización contra el que se ha lanzado la «cruzada», en palabras textuales de algunos responsables públicos locales. 

Mientras pedimos a las fuerzas de seguridad que se pongan a la vanguardia de la ingrata tarea de control que se les ha encomendado, disolviendo grupúsculos que hagan el ganso o que beban en la calle, la nueva realidad delictiva va por otros derroteros a los que, sorprendentemente, prestamos menos atención y menos recursos de los debidos. La delincuencia cibernética global saquea identidades, asalta cuentas bancarias, orquesta estafas a lomos de la ingeniería social, oculta caudales ilícitos a velocidad de vértigo, ataca gravemente los sistemas de infraestructuras críticas, paraliza y daña a empresas o violenta masivamente intimidades, y nos sitúa en una carrera en la que siempre vamos por detrás ante la realidad cambiante de sus métodos.

Sin embargo, no causa el nivel de alarma social que sería de esperar. Si sucediese en la vida analógica, provocaría tal grado de sobresalto y de atención mediática que iríamos con pistola por la calle para defendernos; pero como sucede en el éter del ciberespacio no ocupa apenas titulares ni interés. No centra las reformas legales necesarias ni desencadena la dotación de medios oportunos. Nos deja en situación de potencial y continúa indefensión. Lo importante, sin embargo, es evitar que cuatro chavales (a los que les hemos educado en esa forma de ocio, por cierto) se pongan a tono en un parque, y para ello el mantra salvador y la demanda del vulgo envejecido es la multiplicación de la presencia policial en la calle, cuanto más aguerrida, mejor.

La pandemia nos deja, en efecto, un orden de prioridades securitarias que no resiste un análisis sosegado. La percepción mayoritaria recela de determinadas conductas que se producen en el espacio físico, por temor a la propagación de la enfermedad, y se ha asimilado íntimamente la vinculación de prácticas de riesgo con la ilicitud punible. Se justifica en el pensar común, por lo tanto, el escarmiento, incluso físico, del inadaptado que no entiende un mandato sanitario o del que minusvalora el daño que su proceder puede causar a terceros. De poco sirve recordar que ser un cabeza de chorlito de espaldas a los riesgos pandémicos (y ciertamente, los hay) no desposee de ciertos derechos básicos, y, sobre todo, que estos no se predican solo de los ciudadanos bienpensantes, prudentes y respetuosos. Además, la conducta incívica de unos pocos no justifica situarnos a todos bajo sospecha; tampoco los castigos colectivos ni la estigmatización a cohortes enteras de población.

En todo caso, se extiende un ambiente tremendamente propicio a escalas nuevas, nunca vistas en nuestro entorno, de control social, donde la videovigilancia masiva, la permanente dación de cuentas (no del poder público hacia el ciudadano, sino al revés), el reconocimiento facial indiscriminado, el uso para el propósito securitario de la inteligencia artificial, el social scoring que mide el buen comportamiento a ojos del Estado, encuentren más pronto que tarde cabida legal y aplicación práctica, entre la apología de la mansedumbre y el temor a los males que nos acechan (hoy esta pandemia, mañana el enemigo a batir que corresponda, quizá otro flagelo global). En esa dinámica nueva e insana de relación entre poderes públicos y ciudadanos, resulta que el peligro somos nosotros.