Un recuerdo del clima

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

18 jul 2021 . Actualizado a las 13:50 h.

Cada vez que veo un árbol cortado de cierto tamaño me pongo a fantasear con el grosor de los anillos que se ven en su superficie. Haciendo cuentas, intento ver si localizo el verano sofocante del 2015 o, yendo más atrás, los años lluviosos de mis tiempos de estudiante, o aquella nevada de 1983. No es fácil, digan lo que digan los profesores de ciencias naturales. Mi experiencia es que los árboles tienen tan mala memoria como nosotros e, igual que «los más viejos del lugar no recuerdan un año tan caluroso» o tan frío, porque en realidad confunden unos años con otros, los anillos de los árboles cambian de grosor dependiendo de si al árbol le da sombra otro, de si está al abrigo del viento o no, y muchas otras cosas.

Tienen mejor memoria las rocas. Por las ventanillas del Alvia Madrid-Santiago se puede ver una enorme pisada que dejó la glaciación de hace 15.000 años en la forma de la misteriosa laguna de Sanabria. En algunas rocas se puede hasta ver el camino que hizo el hielo, al rozar unas piedras con otras y dejar estrías que todavía se ven. Las rías gallegas reflejan el calentamiento global de hace miles de años. El clima va dejando pistas de su propia historia un poco por todas partes, como el chaval que va grabando su nombre en la madera de los bancos y en la corteza de los árboles. Por alguna cita en los textos clásicos sabemos que en la Antigüedad el tiempo era más frío que hoy, por los nombres de lugar relacionados con el olivo y el vino sabemos que en la Edad Media hizo más calor que hoy. Leyendo entre líneas, nos enteramos por el Quijote que en tiempos de Cervantes el tiempo volvió a enfriarse bruscamente, porque ahí se habla de fríos intensos e inesperados. Por los ventisqueros que hay ahora en sitios donde ya no nieva sabemos que desde entonces subió la temperatura otra vez. El clima ha quedado registrado en los cielos de los cuadros de Velázquez con sus nubes estratiformes y Goya (que, por alguna razón, prefería las cumuliformes), en la obra de los paisajistas de la escuela de Carlos de Haes, en las alusiones casuales a la lluvia en la literatura (veinte veces en La Regenta de Clarín y veinte en Sonata de Otoño de Valle Inclán), en los álbumes de fotos que tenemos todos en casa, donde saltan a la vista los años excepcionalmente fríos (esa foto de 1956 en la que aparece un muñeco de nieve) y los veranos de playa. Los viejos del lugar, y los jóvenes, se olvidan fácilmente del tiempo que hizo este o aquel año, pero el tiempo no deja de escribir su larga biografía por todas partes.

El caso es que, a veces, el clima guarda un secreto cuidadosamente, como quien deja un recorte de periódico perdido en las hojas de un libro. Cerca de mi calle en Madrid, en la vecindad del Hospital Clínico, unos arqueólogos descubrieron no hace mucho un pequeño tesoro. Excavando, dieron con el lugar exacto en el que se produjo la rendición del ejército republicano a las tropas de Franco en 1939. Aparecieron: una granada de artillería sin explosionar, latas, cristales rotos, restos de ropa, y varias botellas de sidra. Solo había sidra en el bando franquista, por lo que es fácil suponer que estas botellas las bebieron los soldados de la primera línea para celebrar su triunfo. Por los partes meteorológicos de la época sabemos que aquel día, el 31 de marzo, llovió, como puede verse en las nubes negras de las fotografías que tomó ese mismo día Deschamps en la Ciudad Universitaria. Y efectivamente, una de las botellas de sidra vacías se llenó del agua de aquella lluvia y quedó luego enterrada para aparecer ahora: el fósil de la tormenta del último día de la Guerra Civil.