Contra la discriminación inmunológica

OPINIÓN

Una sanitaria madrileña sostiene un vial de la vacuna de Janssen
Una sanitaria madrileña sostiene un vial de la vacuna de Janssen Eduardo Parra

27 jul 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Vaya por delante que, al igual que tantos, he pasado por la experiencia de la vacunación y de momento, desafiando el vaticinio que, medio en broma medio en serio, apuntaba Bolsonaro, no me he convertido en caimán ni en superhombre ni he empezado hablar fino (o no más que antes). Supongo que, como le sucede a muchos, lo he hecho no teniendo conocimiento ni elementos de juicio para cuestionar las vacunas; queriendo reducir riesgos para las personas cercanas y para mí mismo; consciente de que esta enfermedad nos golpea en todo el planeta y pone en tela de juicio las bases mismas de nuestra convivencia (también por la mucha brocha gorda de las medidas impuestas para controlarla); sabiendo que, cuando me ha tocado el turno, la importancia del problema seguía aconsejando arremangarse; no teniendo, en principio, ninguna contraindicación médica que lo impidiese; y dando un voto de confianza a las autoridades regulatorias que las han aprobado para su uso masivo y al sistema sanitario público que se ha encargado de desplegarlo con razonable eficacia y prontitud.

Eso sí, no caigo de hinojos al fundamentalismo científico en boga porque creer a pies juntillas que una campaña de vacunación de esta escala y con sueros aprobados de emergencia no tiene riesgos, es llamarse a engaño. Tampoco puedo, pues no tengo los datos para ello, poner la mano en el fuego para afirmar que no haya riesgos latentes que desconozcamos, algo que nadie puede garantizar en estos momentos de ensayo clínico global. Así que, como no es una cuestión de creer ni de seguir, sino de decidir con la información disponible y a la luz de la aportación histórica a la salud las vacunas (una parte de ellas todavía de pago, por cierto, como sabemos muchos padres); y, por lo tanto, siendo cuestión de razón y de confianza (que es cosa muy escasa y bien distinta de la abundante fe que nos recetan), para allá fuimos por dos veces, con el derecho inalienable a cruzar los dedos. Algo que no es ninguna heroicidad, más allá de pagar los impuestos para que esto sea posible desde lo público; y sí un cierto alivio, por pensar que hacemos algo para superar este negro periodo.

 Como todo en estos meses es cambiante e incierto hasta el desasosiego, pensábamos que, a estas alturas de la campaña de vacunación en España (mucho más exitosa de lo que algunos pensaban), la situación sería bien distinta a la actual. Y que nos iríamos librando más pronto que tarde de esta permanente sensación de sospecha y vigilancia (de la autoridad y del «conciudadano» motivado) y de las restricciones de todo tipo. No es así y vuelven a ponerse sobre la mesa medidas de lo más diverso. Todas tienen un componente dañino, más o menos intenso, y no podemos acostumbrarnos a ellas, porque habrá un punto en el que asumamos ordinariamente el otorgamiento de facultades exorbitantes a los poderes públicos y perdamos la propia soltura en la práctica de la libertad.

Algunas medidas son variaciones sobre las desplegadas en olas pasadas, con ajustes más o menos razonables, introduciendo (como ha hecho Asturias) variables necesarias, como la situación del sistema sanitario, ahora que tenemos un problema grave, pero que no es en absoluto el mismo que hace unos meses. Otras, sin embargo, van de lleno al corazón del régimen de derechos y libertades que decimos (o decíamos) que nos importa, como fundamento de nuestro sistema.

Entre las segundas se encuentra, sin duda, el establecimiento de medidas que restrinjan selectivamente la entrada a determinados establecimientos o actividades a las personas que presenten «pruebas de inmunidad» (certificado de vacunación, test negativo reciente o acreditación haber pasado la enfermedad). Una línea que inició Israel, siguen algunos países europeos como Dinamarca, Italia o Francia, y a la que aquí se apunta el Gobierno de Galicia, empeñado en actuar por su cuenta estableciendo, una vez más, un régimen excepcional de dudosa legalidad. Algo en lo que tiene costumbre, pues así lo hace, por ejemplo, al exigir notificar el lugar de estancia temporal y sus circunstancias, decidiendo por su cuenta la Comunidad Autónoma cuáles son los lugares de origen sospechosos, usurpando funciones propias del Estado y configurando una nueva exigencia de control sobre las personas.

Con esta medida del pase sanitario, se trata de convertir a responsables de locales abiertos al público en improvisadas autoridades, obligando a pasar una prueba de limpieza de sangre si no enseñas antes el certificado de vacunación (que veremos, a este paso, hasta cuándo se considera válido) y en implantar la rutina del test alternativo que, de seguir así, se generalizará hasta para ir a comprar el pan. Una dinámica de control y selección permanente, sencillamente incompatible con la convivencia y que corremos el riesgo de que se lleve a otros entornos distintos del ocio (por ejemplo, el educativo o el del acceso a los servicios públicos), algo a lo que estarán pronto tentados los dirigentes más abonados a acumular resortes de control sobre el rebaño.

En el caso Francia, además, en una reinterpretación de los valores republicanos que deja bien a las claras en qué caricatura los han convertido, establece la obligación de vacunación para cuidadores sociales y profesionales sanitarios, un camino que otros ya desearían (nuevamente Feijóo iba por ese camino, en su Ley 8/2021, acertadamente recurrida por el Gobierno de España al Tribunal Constitucional) y que quizá termine por abrirse paso si esta tortura no se termina antes y si la sensibilidad hacia las libertades civiles sigue cotizando a la baja. Para los amantes de la historia, cabe recordar que la vacunación obligatoria está contemplada en la Ley de Bases de Sanidad Nacional de 1944; no sé si seguimos operando con el mismo esquema de valores y la misma concepción del «orden público» que entonces.

En lugar de jalear la culpabilización del no vacunado, casi pidiendo que nos arrojemos sobre ellos, como acaba de hacer el mismísimo Biden («pandemia de los no vacunados», ha dicho) convendría tener un cierto respeto por la autonomía personal, dispensar la consideración hacia toda persona como ciudadano y no como paciente o potencial «vector de contagio» (que es la única dimensión que parece importar ahora); tratar de entender y disputar serenamente las razones e inquietudes del que decide no vacunarse, y, desde luego, atender las del que no puede.

En España, las reservas sobre la vacunación son, por fortuna, sustancialmente menores que en otros países, motivo adicional para no dejarse llevar por la deriva de la imposición. Pero, en cualquier caso, debemos poner límites a la pretensión de gobernar desde el poder público las determinaciones individuales de cada uno, hasta expropiar la decisión sobre el propio cuerpo, tratar a las personas como agente biológico y anular su voluntad, que eso es también la vacunación obligatoria. Nadie que esté en disposición de sí mismo debe ser sometido a un tratamiento o una prevención de esta clase sin su consentimiento. Pensemos, además, en el escenario de repetición periódica de la vacunación que ya se nos adelanta como globo sonda, y en el que será inviable y, desde luego, indeseable, plantearla en términos perentorios como se ha hecho hasta ahora.

Establecer discriminaciones selectivas en cuanto al grupo al que van dirigidas (pero que alcanzan a un buen número de personas), categorizar a los segmentos de población y sus derechos en función de su inmunidad, y revestirlo además con el ropaje del «bien común», es un precedente peligrosísimo. Se extrapolará inexorablemente a otros dominios distinto del sanitario y traspasa límites no imaginados hasta la fecha o que eran patrimonio exclusivo del relato distópico, que ya tenemos materializado y casi interiorizado. Si salimos de esta, será gracias más a unos que a otros, como pasa con casi todas las tempestades, en las que algunos aprovechan el esfuerzo de otros, aunque el compromiso de la mayoría que sí rema acaba por mover la embarcación. Pero si nos adentramos en una emulación de los regímenes capaces de disponer del individuo hasta traspasar la frontera de su cuerpo y de su consentimiento, de donde no saldremos es de la oscuridad autoritaria a la que nuestros ojos cansados parecen aclimatarse terriblemente rápido.