Modorra veraniega. Esperando una radicalidad táctica

OPINIÓN

María Pedreda

31 jul 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Como el cóctel de James Bond, en el verano los asuntos públicos solo se agitan con movimiento grueso y lento y sin mezclarse ni formar olas políticas de alcance. Es mala estación para derribar gobiernos, recuperar iniciativas o armar movilizaciones. La actualidad solo se mece en la modorra veraniega. Veamos algunos elementos que flotan en el sudor y chisporroteo de agosto. El Constitucional está on fire y dejó en el temblor de la canícula veraniega una sentencia que dice que la alteración del orden en el coronavirus justificaba el estado de excepción. Poca movilización hubo con el estado de alarma y después la cosa se redujo a caceroladas y algún desfile de coches con banderas y bocinazos. Dejando sentado que eso justifica un estado de excepción, queda clavado en el país como una daga que una huelga general, por ejemplo, justificará ya un estado de excepción. Las libertades salen maltrechas de este lance. Y ahora se anuncia una revisión de la legalidad del aborto con el frufrú de las sotanas al fondo. Constitucional on fire.

Agitada y no mezclada con los desmanes de estos tribunos, está una tendencia a la que nos vamos acostumbrando como nos acostumbramos a cualquier cosa que se nos suministre en dosis pequeñas y constantes. Nos vamos acostumbrando a que la justicia elabore doctrinas sobre si coger en cuello a bebés de Iglesias y Montero es hacer de niñera, mientras Vox tiene impunidad para incitar actos violentos directos y denigrar con furia y odio a la población que, por su raza o pobreza, no les gusta. Nos acostumbramos a que no haya nada que investigar en que un grupo ultraderechista se ufane del acoso a Iglesias y Montero; a que se instigara a plena luz del día un golpe de estado; a que se insista en la ilegitimidad del Gobierno, como si fuera fruto de un pucherazo, dando impulso a esas ansias golpistas (incluso desde las páginas de El País; ¿qué otra cosa que «gobierno ilegítimo» era esa de Antonio Caño de «pacto de estado o elecciones»?); y nos acostumbramos a que mientras tanto el rapero Hasél siga en la cárcel porque llamar ladrón y borracho a Juan Carlos I es incitar al terrorismo nada menos.

Nos acostumbramos también a que el oscurísimo Tribunal de Cuentas esté buscando el patrimonio y dineros de los implicados en el procés, mientras ni ese Tribunal ni ningún otro parezca interesado en las desvergonzadas corrupciones millonarias del Rey Emérito (es el colmo que se llevara mordidas de muchos ceros de aquel tinglado de Marca España; yo no sabía siquiera que ese momio lo dirigía el padre de Espinosa de los Monteros, menuda charca); ni el caso Gürtel parece que vaya a tocar los ahorros de ninguno de los golfos que intervinieron en él; ni parece que los sobrecostes y desfalcos de las obras de Aznar vayan a costar dinero a ninguno de los responsables. Nos vamos acostumbrando a que la justicia sea parte de la política nacional, en el doble sentido de que sea componente suyo y en el de que sea justicia para una parte.

En el limbo flotante de agosto queda una derecha que no acepta la legalidad de no estar en el poder y que bloqueará con todos los filibusterismos el funcionamiento constitucional del Estado. Los pasados de esa derecha se suceden perezosamente, sin marcharse nunca del todo: el franquismo, la resistencia a la Constitución y la estructura autonómica, la entente con la Iglesia y sus privilegios, la insufrible cadena de corrupción. Todo pasó y todo sigue estando ahí. El estado autonómico quedó desdibujado con la gestión de la pandemia. Madrid aprovecha la capitalidad para hacer de estado parásito dentro del estado. La anomalía madrileña no es Ayuso. Ayuso solo es un límite grotesco de una evidente disfunción. Los fondos europeos planean y todos parecen velar armas mientras Casado cizaña lo que puede para que no lleguen.

Tras el verano nos encontraremos lo mismo que ahora: demasiada gente indignada, cansada o descreída, demasiada gente ajena a grandes principios o proyectos complejos, demasiada gente que solo atenderá a criterios simples e inmediatos. El perfil bueno de ese estado es la actitud de ir a la gestión y alejarse de empeños simbólicos. La situación pide hechos. El perfil malo es la fuerte pulsión emocional que puede dominar la opinión pública. Cuando las emociones intensas dominan en la vida pública, se producen cuatro males. El primero es que la racionalidad desaparece. El segundo es que las emociones vivas en política se hacen negativas con mucha facilidad y los cultivadores del odio tienen una veta rica. El tercero es que cuando la gente está en estados emocionales vivos está también distraída. Hay gente ahora mismo dando vueltas al islam y la Reconquista con la sensación de que es lo que toca ahora. Y el cuarto es que las emociones intensas se proyectan sobre aspectos muy parciales del conjunto. Cuando la mayoría de la gente siente ajena la mayoría de las cuestiones de la vida pública, es decir, cuando cada loco está con su tema, el país está a la rebatina y abierto a los peores contrabandos. Busquen en las portadas de los periódicos quiénes predican la destrucción de España, invasiones bárbaras o terroristas al mando.

En la vida corriente exigimos a la gente un legítimo egoísmo o afectación para aceptar sus razones sobre cosas que nos afecten. Si alguien se pone machacón sobre el color de nuestros pantalones, alcanzamos ese punto de decir ¿y a ti qué te importa? Sin interés propio, no hay argumento. Cuando se razona solo con principios y valores, sin interés personal, la gente siente que se le están dando lecciones y es sensible al demagogo que argumenta desde una supuesta sencillez. La izquierda no acaba de entender esto. Cuanto más confusas sean las referencias y mayor el descreimiento, más se acentuará este mecanismo. Por eso cada vez más se busca el ángulo biográfico o hagiográfico del personaje que aparentemente no tiene principios o los tiene muy simples, pero que sobre todo es una persona afectada por lo que afecta a la gente, que tiene los mismos enfados e incoherencias que cualquiera y que parece plantar cara a un mundo tan ajeno y lejano como lo es para cualquiera. En Italia se intentó con Salvini y se está consiguiendo a más nivel con Georgia Meloni, la flamante líder ultraderechista. En España arreciarán cultos y hagiografías como suprema distorsión del debate público. Lo iremos viendo tras los vapores del verano porque ya tenemos indicios.

Los acuerdos se consiguen solo a veces por la voluntad de hacer cosas en común. La mayoría de las veces se alcanzan porque cada parte teme a la otra. En los tiempos de acuerdos entre empresarios y sindicatos, los empresarios temían las movilizaciones y el descontrol y los sindicatos temían la desprotección. Con acuerdos todos limitaban los daños posibles. Eso llega a convertirse en una costumbre y parece que se debe a un estilo de convivencia. Pero es la forma normalizada de limitar daños que se temen. De hecho desapareció cuando los empresarios dejaron de temer a los sindicatos. Es solo un ejemplo. Ahora mismo tenemos una derecha cada vez más radicalizada y refractaria a aceptar la situación de no estar al mando.

La izquierda pasa por el PSOE y el PSOE nunca asusta en los tabús: Iglesia, Corona e impuestos y evasión fiscal. El PSOE no anuncia daños que las oligarquías puedan temer. Quizá sea el momento de una radicalidad táctica, no de comunismo, sino de ajuste de la Iglesia a los moldes de un país desarrollado, de ajuste de la Corona a los moldes de un país desarrollado y de ajuste de la estructura fiscal, en lo social y en lo territorial, a los moldes de un país desarrollado. En España ciertos aspectos de normalidad democrática de países desarrollados rechinan como un extremismo. Tras el sopor del verano, el Gobierno de coalición debería actuar con firmeza y sin concesiones a quien no tiene nada que conceder, con la Iglesia (educación incluida), la Corona y los impuestos. Tras el ruido vendría el pragmatismo, eso que parece moderación y que siempre es temor y limitación de daños.