Un extraño verano que invita a sentimientos contradictorios

OPINIÓN

MARÍA PEDREDA

02 ago 2021 . Actualizado a las 21:00 h.

Escribo este artículo en una tarde gris, que más parece de octubre que de julio, mientras el orbayu atlántico llena la atmósfera de humedad y no sobra una chaqueta de punto. Está siendo raro este verano en casi todo el mundo, aunque no sé si en la vieja Gallaecia, tanto en el conventus Bracarensis, donde me encuentro, como en el lucense o en el astur, se trata más bien de una vuelta a la vieja normalidad, a la de mi infancia, la de los días de playa en busca del «resol» y los frecuentes chaparrones que obligaban a los bañistas a refugiarse en las pérgolas del Muro de San Lorenzo.

Extraño el clima, pero también el ambiente. Al fin, pudimos volver a viajar y a disfrutar tanto de la naturaleza como de los bares y restaurantes, aunque en España se siga manteniendo la poco justificada prohibición de fumar en las terrazas de los establecimientos hosteleros, sin que haya cambiado la ley sobre el uso del tabaco. Parece que en los tribunales abundan más los amantes de la gastronomía y las copas que del humo del cigarrillo. Un fastidio para los fumadores en un país, judicialmente federal o casi confederal, en el que ese poder del Estado parece deseoso de sobresalir por encima de los demás. En cambio, en esta parte de la provincia romana del noroeste, como en casi toda Europa, nunca se estableció tal prohibición. Jueces aparte, la alegría por la recuperación de placeres temporalmente prohibidos se ve enturbiada por la incertidumbre que provoca una epidemia en retroceso, pero todavía activa.

Más allá de la vida cotidiana, hay motivos tanto para el optimismo como para la desazón. Los primeros proceden del rápido aumento de la población vacunada y de los síntomas de recuperación económica, los segundos de la crónicamente enrarecida atmósfera política. Es poco comprensible que no se haya conseguido un acuerdo entre los principales partidos políticos sobre las medidas necesarias no solo para restablecer el crecimiento de la economía, sino para aprovechar los fondos europeos para solucionar algunos de sus problemas estructurales, y es intolerable que se viole impunemente la Constitución con el bloqueo de la renovación de instituciones fundamentales del Estado como el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional. Dudo que beneficie a alguien el hartazgo que provoca la política de crispación impostada, plagada de personajes que lanzan sin parar frases supuestamente ingeniosas, vacías de ideas y repletas de agresividad y desprecio al contrario.

Es probable que, cuando han pasado más de cuatro décadas desde el fin de la dictadura, sea el momento de que los jueces elijan directamente a 12 miembros del CGPJ, pero ese no puede ser el pretexto para que el PP impida que se renueve. Una cosa es la reforma de la ley orgánica que regula la elección de sus vocales y otra la renovación del consejo, que el PP ha realizado en varias ocasiones con este sistema cuando tenía mayoría parlamentaria y no puede impedir solo porque carece de ella. Por otra parte, ese argumento parece más bien un subterfugio cuando el boicot se extiende a la renovación de otros órganos constitucionales para los que no cuestiona el procedimiento.

En cualquier caso, los jueces deberían hacer un esfuerzo por, al menos, aparentar imparcialidad y neutralidad política y evitar cualquier extralimitación en sus funciones. Nunca son acertados los juicios sobre una profesión o cualquier colectivo medianamente amplio. La mayoría de los jueces y magistrados son discretos y profesionales. Ellos mismos tendrían que esforzarse en corregir determinados comportamientos, ya sea con medidas disciplinarias, cuando lo merezcan, o con su reprobación. Si eso se produjese, sería más fácil lograr el consenso sobre la reforma del sistema de elección de su órgano de gobierno y se evitaría el deterioro de la imagen de la justicia.

Mancha a la profesión que un juez pueda impunemente hacer lo posible para evitar que los restos mortales de un dictador sean cambiados de lugar por el gobierno legítimo, constitucional y democrático. Algo parecido sucede cuando otro decide que un ayuntamiento, que puede cambiar el nombre de cualquier calle, tiene que conservar eternamente los que están dedicados a fascistas. Seguro que muchos jueces piensan que el comportamiento del dicharachero presidente del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León casa mal con la neutralidad política. Asombra que, con no muchos días de diferencia, el Tribunal Supremo sentencie que Jiménez Losantos puede, en ejercicio de su libertad de expresión, llamar a una dirigente de un partido de izquierdas, entonces diputada y hoy ministra, «Pablenina», «matona», «tiorra», «novia del amo» y «escrachadora», y una jueza considere ¡delito de odio! llamar fascista a un concejal ceutí de Vox, cuando, mal o bien utilizado, ese término no pasa de ser una definición de ideología política.

Cualquier demócrata considerará que el encarcelamiento de los titiriteros madrileños por un juez de la Audiencia Nacional es digno de la Rusia de Putin o la Turquía de Erdogan; cierto que luego fueron liberados y el caso archivado, pero eso nos indica que España es una democracia y, a la vez, que en ella hay jueces que quizá estudiaron textos doctrinales de otros tiempos y, como mínimo, necesitan un curso de actualización. No contribuyó tampoco a la buena imagen de la justicia su dispar actuación tras el fin del estado de alarma. Cosa distinta son otras sentencias y resoluciones judiciales con fuerte connotación política, discutibles, siempre sucederá, pero que, en cualquier caso, resultarían menos sospechosas si los jueces mantuviesen mejor la distancia con la política partidaria.

No forma parte del poder judicial, aunque sea un tribunal y dicte sentencias, pero la decisión del Constitucional sobre el estado de alarma es preocupante. Era sólido el voto particular del magistrado Xiol, juez de profesión, aunque leerlo deja un sabor bastante amargo. Que el Tribunal Constitucional se convirtiese en un instrumento partidista sería la guinda que le faltaba al agriado pastel de la política española. El desprestigio de las instituciones puede acabar siendo letal para la democracia.

Ya sea con la fresca humedad del noroeste o el tórrido calor del resto, esperemos que el verano, por raro que sea, sirva para que los responsables de las instituciones y los dirigentes de los partidos reflexionen y se tranquilicen. Ojalá se den cuenta de que estamos en el siglo XXI y no en los años 30 del pasado, de que Stalin no gobierna en Moscú, tampoco Hitler en Berlín o Mussolini en Roma, Franco está bien enterrado en Mingorrubio, la Internacional Comunista ha desaparecido y nadie impulsa la política de frentes populares. No defiendo que se olvide la historia, sino que no se olvide que es historia. Quizá en otoño, con la remisión de la pandemia y la mejora de la economía, llegue también el momento de la responsabilidad y la altura de miras a la política española.