Controlados y electrizados

OPINIÓN

Una pistola tipo táser, en una imagen de archivo.
Una pistola tipo táser, en una imagen de archivo.

10 ago 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Durante los últimos meses, al calor de la pandemia, de la inquietante dinámica de control reforzado sobre la población y del papel conferido a las fuerzas y cuerpos de seguridad como primera línea en esa incómoda tarea, se han multiplicado los anuncios y medidas de distintas policías locales (además de la propia Policía Nacional) dirigidas a adquirir armas de descarga eléctrica (pistolas Táser, por el nombre comercial del producto) para incorporarlas al equipamiento de los agentes. El objetivo esgrimido (y que alientan algunos de los sindicatos policiales) es reducir los riesgos para el policía cuando debe intervenir en una situación que requiera uso de la fuerza y sustituir el uso del arma de fuego por otra de efectos teóricamente menos dañinos. Se acompaña su promoción del habitual acento en los incidentes concretos (en muchos casos, puntuales, aunque se revistan de cierta interesada alarma) en que determinadas intervenciones podrían haber tenido hipotéticamente un resultado menos lesivo si se hubiera dispuesto del arma de electrochoque.

Aunque en España son, relativamente, una novedad, en otros países se vienen utilizando desde hace tiempo y, de su uso se pueden extraer algunas enseñanzas, si es que interesa analizarlo con un mínimo de sentido crítico. En efecto, en ningún caso se trata de armas inocuas y se ha constatado, por un lado, que la percepción de su disponibilidad para las intervenciones policiales no las convierte en sustitutivos del arma de fuego (es decir, no se utilizan sólo como alternativa en las situaciones límite en que el agente utilizaría la pistola de balas) sino en un «recurso» más (portátil, fácil de usar y con capacidad de infligir dolor severo pulsando un botón) al que se acude en otras situaciones donde su proporcionalidad y adecuación es muy discutible.

La experiencia ha demostrado que, al percibirse como «menos letales», se incrementa la posibilidad de un uso que, cuando deviene excesivo, es contrario a las normas internacionales, tanto referidas al empleo de la fuerza, como a la prohibición de la tortura y de otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes. Por otro lado, han sido múltiples los casos en que su uso frente a personas vulnerables o en situación de alteración o bajo los efectos de las drogas o con determinados padecimientos cardiacos o psiquiátricos, ha tenido consecuencias imprevistas, incluso la muerte de quien ha recibido la descarga; y, naturalmente, el hecho de que, en el transcurso de la intervención policial, se avise sobre su uso, no necesariamente calma al destinatario cuando éste se encuentra en una situación de desequilibrio o nerviosismo (antes, al contrario), que es precisamente el estado que le hace más vulnerable ante lesiones por la descarga.

La utilización de este tipo de armas comporta, en suma, riesgos significativos para las personas, tal como se recoge en los sucesivos informes realizados por Amnistía Internacional desde el año 2004, que ponen de manifiesto el tipo de daños que se pueden producir (lesiones a consecuencia de caídas, lesiones cutáneas, lesiones musculares, fibrilación ventricular, alteraciones del sistema neuroendocrino, etc.), con el potencial de causar lesiones graves o incluso la muerte. De hecho, el número de fallecimientos relacionados con la utilización de armas de descarga eléctrica es ciertamente relevante. En febrero de 2012 Amnistía Internacional cifraba en más de 500 las personas fallecidas sólo en Estados Unidos desde el año 2001 tras recibir descargas de armas Táser.

Una realidad que ha llevado al Comité contra la Tortura de Naciones Unidas a mostrarse «consternado por el número de muertes ocurridas supuestamente como consecuencia del uso de armas de descarga eléctrica» (observaciones del Comité al informe periódico sobre dicho país, de 2014). El Comité contra la Tortura, además, se ha mostrado preocupado por los numerosos y coherentes testimonios sobre la utilización por agentes de policía de armas de descarga eléctrica contra individuos no armados que se resisten a la detención o no cumplen inmediatamente las órdenes impartidas, o sospechosos que huyen de un lugar en que se ha cometido un delito de poca gravedad.

De este modo, si bien es evidente que las armas tipo Táser son menos letales o dañinas que las de fuego, se constata que, en países donde su uso se ha extendido, en la práctica rara vez se usan como alternativa a las armas de fuego. Y sí a menudo en circunstancias en las que no hay riesgo de muerte ni de lesiones para los agentes o para terceros, incorporándose a la vigilancia policial cotidiana (ahora más presente que nunca), vulgarizándose y extendiéndose su uso, que va más allá de las situaciones en que se hace frente a amenazas efectivas de muerte o grave lesión que darían razón para usar un arma de fuego.

Como lamentablemente estamos viendo, incluso en ámbitos donde el grado de tranquilidad y respeto por las normas de seguridad (incluso por las más incomprensibles o contradictorias) es máximo, el contexto en el que vivimos es propicio para que, inmersos en una cultura de control, se incremente el grado de facultades que estamos en disposición de conferir a los agentes de seguridad encargados de llevarlo a la práctica. A ello se suma una continuada erosión de las garantías y derechos de las personas, a caballo del populismo punitivo (desde luego, anterior a la pandemia), extendido no sólo a las consecuencias que se atribuyen a la comisión de un acto ilícito, sino también al ámbito de la preservación del orden público y a los instrumentos que estamos dispuestos a habilitar simplemente para reducir situaciones que consideramos de riesgo.

Esa tendencia, lleva a admitir como parte del paisaje que llegue a nuevos límites la aplicación de formas de compulsión y uso de la fuerza, con instrumentos dañinos y que por sí mismos causan dolor (no hay más que ver el efecto inmediato sobre quien recibe la descarga), banalizando lo que son, al fin y a la postre, tratos crueles, inhumanos y degradantes. Cuando asumimos esta nueva realidad lo hacemos, además, pensando, equivocadamente, que siempre le tocará a otro (que por supuesto «se lo merece») y nunca a uno mismo o alguien de nuestro entorno, porque aquello de situarnos tras el velo de la ignorancia (para aproximarnos en abstracto a qué es o no es lo justo) no siempre va con nosotros.

Llega el momento, y sucede en este entorno tan complicado como supravigilado que nos está tocando vivir, en que tenemos que decidir qué modelo de convivencia y de control estamos dispuestos a aceptar y dónde están los límites razonables para el ejercicio de ciertas facultades, como el uso de la fuerza por el poder público. Porque, precisamente, cuando más se ponen los ojos, con perspectiva crítica, en el modelo policial norteamericano (y no sólo por el caso de George Floyd), más parecen ansiar algunos que nos dirijamos a él, descargas eléctricas incluidas.