Mandíbulas de cristal

OPINIÓN

PILAR CANICOBA

26 ago 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace años tuve un compañero de trabajo al que me tocó supervisar. Mi trabajo consistía, entre otras muchas cosas, en certificar ciertos aspectos del suyo, lo que generaba algún que otro roce inevitable. Durante una comida navideña este compañero cuyo trabajo tenía que certificar dijo que lo que pasaba, pues al parecer pasaba algo, es que «como soy un poco racista, me tienes manía». 

Lo cierto es que no era un poco racista. Era un racista total, esférico. Un racista que trataba con desprecio a los compañeros extranjeros. Esto generó más conflictos, obviamente, que los intrínsecos del trabajo, y hubo situaciones muy tensas y desagradables. 

Nunca he ocultado mi ideología de izquierdas en ningún sitio. Desconfío de toda esa gente que asegura sin sonrojo alguno que no habla de política en el trabajo. Por lo general, esta gente es la que más habla de política a todas horas, salvo que, como ocurre con la gente de derechas siempre, sus opiniones no están impregnadas de ideología: lo suyo es la realidad. El sentir popular. Dice las cosas que se deben decir, las de sentido común. Mucha de esta gente luego no aguanta que otro se exprese y se siente atacada. Es el síndrome de la mandíbula de cristal.

No soy muy amigo de eso de la cultura de la cancelación, ni del señalamiento a los demás con acusaciones que importa poco si son ciertas o no, pues precisamente su objetivo no es desentrañar la realidad o descubrir la verdad. Pero ocurre que quienes más opinan sobre esto, quienes más fuerte lloran cuando alguien les recrimina algo feo, son un poco como mi antiguo compañero de trabajo. 

En España han pasado por el juzgado varios tuiteros por expresar su opinión, decir alguna burrada o hacer chistes sobre Carrero Blanco. Hemos tenido recluidos a titiriteros, se han eliminado carteles que ofenden a los creyentes, todo eso. Pero por alguna razón, quienes no han vivido esto en su bando son quienes más se quejan de lo que supuestamente se les intenta hacer, es decir, la cancelación de marras. 

Los adultos sabemos que la libertad de expresión es un juego de ida y vuelta. La llamada en público a que el ejército bombardee las pateras, las opiniones homófobas o machistas, como cualquier otra opinión, pueden tener respuesta. Esa respuesta puede ser airada, grosera, de mal gusto. Pero un adulto no debería indignarse por ello siempre y cuando la difamación y el ataque personal no entre en el juego.

Aquí es donde entra la hipocresía. Salvo alguna excepción gloriosa en su aislamiento, los ofendidos de derechas o, los aguerridos luchadores contra la cultura de la cancelación, jamás muestran su apoyo a quien sufre difamaciones de todo tipo desde otro lado ideológico por expresarse. La lucha por la libertad de expresión jamás había tenido tan lamentables y cobardes defensores. 

Dicho todo esto, a nadie le debería extrañar que cuando se pide que el ejército ataque las pateras y se tilda de invasión la llegada de gente que malamente ha podido sobrevivir a un viaje infernal, otros le digan lo que piensan al respecto. Esa persona asustada por la llegada de otros puede pasarse el día entero defendiendo su postura delirante después de haber obtenido alguna respuesta crítica, pues ser idiota no es delito y uno puede hundirse sin ayuda cavando más y más profundo si así lo desea, pero no me dirán que no choca esa actitud con la audaz opinión sobre cómo solucionar la llegada de extranjeros no deseados, es decir, pobres. Es como aquel que entra en un bar de pueblo y se acuerda a gritos de la madre que trajo al mundo a todos los allí presentes, que llora cuando es arrojado al pilón. Con el frío que hace.