Leía el jueves un diario británico por Internet y saltó el anuncio de una billetera pequeña y muy plana que, además de solapas para las tarjetas, incluía monedero. El reclamo para venderla decía: «La última billetera que necesitará». Quizá se referían a la calidad del objeto, capaz de durar toda una vida. Pero más probablemente apuntaban a la desaparición de billetes y monedas, primero, y de las tarjetas de plástico, después. Una evolución que la pandemia ha acelerado. Hace ya dos años desde que alguien me comentó sobre su nuevo coche: «Espero que sea el último que compre». Es joven y no lo decía porque pensara morirse, sino porque intuía que ya no lo necesitará. Que le resultará más cómodo y barato prescindir de él. Por esas fechas, otro amigo me dijo que no sabía si cambiar el coche porque, con tanta incertidumbre tecnológica y legal, cualquier decisión sería equivocada hoy o lo parecería mañana. Quizá por eso la edad media de nuestros vehículos sigue creciendo.
Ocurre también con los valores. Muchas personas se sienten inseguras: ni terminan de abrazar los nuevos, porque algunos les parecen poco sensatos, ni se atreven a rechazarlos, al menos públicamente. También de una conversación de esta semana: «En su momento, aunque no me gustaban, pensé que debía admitir ciertas ideas. Luego me pasó con otras. Ahora me arrepiento de no haberme resistido». Nos habíamos encontrado por la calle después de mucho tiempo y hablábamos de Afganistán y del coraje social.
Los tiempos de transición son difíciles de vivir pero apasionantes. La vista tarda en acostumbrarse a la luz del atardecer. Los ojos sufren y tiembla también el corazón. Hasta que llega otra vez la mañana.
@pacosanchez