A pesar de las llagas en sus ojos, aprendió a aprender

OPINIÓN

Rosario de Acuña
Rosario de Acuña Real Academia de la Historia

30 ago 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

En 1857 fue aprobada la Ley de Instrucción Pública, que regulaba cómo habría de ser la educación de las nuevas generaciones de escolares. Rosario de Acuña, que no había cumplido aún los siete años, era una de las destinatarias de aquel programa que había diseñado el equipo del ministro Moyano Samaniego. Además de las materias instrumentales (Lectura, Escritura, Principios de gramática castellana y Principios de aritmética), la ley también establecía la obligatoriedad del estudio de la Doctrina cristiana y nociones de Historia sagrada, así como materias específicas para los niños y las niñas en función, claro está, de las diferentes expectativas que la sociedad tiene para hombres (Breves nociones de agricultura, industria y comercio, Principios de geometría, de dibujo lineal y de agrimensura, Nociones generales de física y de historia natural) y mujeres (Labores propias del sexo, Elementos de dibujo aplicados a las labores propias del sexo, Ligeras nociones de higiene doméstica). Es probable que, además de las materias establecidas por la normativa, el plan de estudios que habría de seguir Rosario hubiera sido completado con algunas otras materias, como piano, solfeo, pintura o francés, que era lo habitual en los colegios de monjas a los cuales solían acudir las hijas de las familias de economía desahogada.

Pero no fue el caso. Todo se truncó cuando la niña había cumplido los cuatro años. Fue por entonces cuando comenzó a padecer los primeros síntomas de una enfermedad ocular que le causaría grandes padecimientos durante buena parte de su vida. Tras consultar a los mejores especialistas, no hubo más remedio que aceptar con resignación el diagnóstico: conjuntivitis escrofulosa, una afección de la córnea caracterizada por la aparición de dolorosas vesículas, que por entonces se asociaba a procesos tuberculosos. Ya en la madurez, cuando la cirugía había eliminado el problema, la propia paciente nos inocula con sus palabras el dolor del mal durante tanto tiempo padecido y, más aún, el de la terapia con ella practicada: «Desde mis cuatro años empezaron a poblarse mis ojos de úlceras perforantes de la córnea [...] y el quejido del atenazante dolor helaba la risa de mis labios de niña...»

Aquella dolorosa enfermedad le impidió cumplir los designios ministeriales y su educación quedó en manos de su familia. Su madre tomó a su cargo los aprendizajes de la lectura y la escritura, instrumentos imprescindibles para permitir cierta autonomía en la formación; su padre se ocupó de que se adentrara en el estudio razonado de la historia al que, según ella misma cuenta, dedicaba largo tiempo leyendo y comentando fragmentos de «obras amplísimas y documentadas», con la esperanza de que, poco a poco, aquellas enseñanzas fueran sedimentándose de manera adecuada. Las ciencias naturales ocuparon lugar preeminente en la educación de la jovencita; no en vano contaba con un abuelo ?médico y experto naturalista? que, además de lecciones de contenido más ortodoxo, se aventuraba a explicarle las teorías evolucionistas de Charles Darwin, lo que constituía una verdadera innovación en cualquier programa de estudios del momento, y rozaba lo revolucionario en el caso de una delicada y católica jovencita. Además de estas enseñanzas, digamos teóricas, impartidas en la ciudad, la niña aprendió muchas otras cosas acerca del funcionamiento de la Naturaleza en la práctica, en el campo, en aquellas ocasiones en las que se refugiaba en los salutíferos aires de las serranías andaluzas para intentar paliar los sufrimientos que su enfermedad le ocasionaba. Fueron, en efecto, unas cuantas las temporadas pasadas en las propiedades que poseía su otro abuelo en Jaén donde, cuando sus ojos se lo permitían, se dedicaba a contemplar el comportamiento de todos los seres, animales y racionales, que poblaban aquellas tierras. Varios fueron también los viajes que realizó, con sus padres primero y sola más tarde, por las tierras de España y por las de Francia e Italia. Todo ello completado con buenas lecturas, afamadas representaciones dramáticas y los mejores conciertos.

Evidentemente, no podemos saber cómo habría sido su vida de haber seguido el plan de estudios inicialmente previsto para ella, lo que sí sabemos es que aquel que desarrolló en el entorno familiar resultó eficaz, pues aprendió a aprender, a adquirir conocimientos por medio del estudio, de forma autónoma y de manera sistemática. Así fue como se enfrentó, por ejemplo, al tema de la frenología, una teoría desarrollada por el doctor alemán Franz Joseph Gall, que afirmaba, entre otras cosas, que el cerebro de la mujer estaba menos desarrollado en su parte antero-posterior que el de su compañero de especie, razón por la cual sus facultades intelectuales eran, por naturaleza, inferiores a las del hombre. Rosario acudió a las fuentes, adquirió varias obras especializadas sobre la materia «aumentadas con las que va produciendo la ciencia europea en este género de conocimiento». Luego vino el estudio concienzudo. Finalmente sacó sus propias conclusiones, que explicó en escritos y en conferencias. Lo mismo hizo cuando se dedicó a estudiar el tema de la locura. No se conformó entonces con lo que contaban los manuales al uso, sino que también acude a otras fuentes: asiste a diario al juzgado para conocer los informes de los peritos en la vista del caso del cura Galeote, acusado de haber matado de varios disparos al obispo de Madrid, o visita el hospital mental de Carabanchel para conocer las novedosas terapias que allí ha puesto en marcha el doctor Esquerdo.

Quizás el asunto que mejor ejemplifique los logros atribuibles a esta competencia, sea el de las enfermedades infecciosas, tema por el que se mostró muy interesada durante su estancia en tierras cántabras. Preocupada por las condiciones en las que vivían las gentes más humildes, constató que las infecciones acechaban de continuo sus hogares, «convirtiéndolos en nidales del dolor y la muerte». Es entonces cuando decide adentrarse en la literatura médica con la pretensión de poner en manos de quien más lo necesita los instrumentos para luchar contra aquel azote. Cuando la Federación Local de la UGT le propone participar en un ciclo de conferencias destinadas a los obreros, ella elige por tema «La higiene en la familia obrera». Y sobre limpieza habló largo y tendido el 23 de abril de 1902, dirigiéndose de manera especial a las mujeres («dedico mi conferencia exclusivamente a las obreras, porque tengo absoluta fe en el destino superior de la mujer»). De limpieza, de higiene y de los tres elementos que ella considera imprescindibles: la luz, el aire y el agua. Al final, confiesa que le bastará para sentirse satisfecha «que todas vosotras abráis las ventanas de vuestras casas así que amanezca, que todos vosotros lavéis vuestras manos y rostro dos veces al día»; que los hijos sean lavados y bañados diariamente; que las casas estén limpias, «olientes a cal», aireadas por todas partes.

A los obreros, a las mujeres obreras, no les habló en aquella conferencia de nada que tuviera que ver con la «destrucción del microbio por medio del desinfectante». Consideró entonces que, no habiendo apenas dinero para comer, no lo habría para el cloruro de cal, el ácido fénico o el Zotal. Sí que lo hizo un año antes cuando eligió como protagonista de sus escritos al Mycobacterium tuberculosis o bacilo de Koch, protagonista en el contagio de la tuberculosis: «Allí está, vertiendo la supuración corrosiva generadora de la fiebre, en el torrente circulatorio...». A la enfermedad producida por esta bacteria, causante por entonces de la muerte de varias decenas de miles de españoles, dedica el trabajo titulado La tuberculosis en el pueblo montañés. A lo largo de las cinco entregas publicadas en El Cantábrico se dedica a ahondar en las causas que la producen, a describir los efectos de la enfermedad y a proponer diversas medidas profilácticas para intentar reducir el impacto que su contagio produce.

Aquellos escritos no pasaron desapercibidos. Fueron reproducidos en algún que otro periódico y su eco llegó hasta la prensa madrileña, apareciendo una laudatoria reseña en la primera página de El País. Mayor interés para el tema que nos ocupa representa la opinión que le merecen al doctor Ángel Pulido Fernández, dada la significación que el citado galeno ostenta en la sanidad española del momento, habida cuenta de su condición de director general de Sanidad y de académico correspondiente de la de Medicina. En carta que envía a su autora, el citado doctor no escatima elogios a la hora de valorar el trabajo de doña Rosario. Quizás el más relevante sea el que sigue: «Si suprime usted la firma, cualquiera persona podría creer sin violencia que los ha escrito un médico, por lo que se refiere a la doctrina; un eximio higienista, por el acierto de su propaganda...».

A pesar de las dolorosas llagas que durante bastante tiempo poblaron sus ojos, bien parece que Rosario de Acuña aprendió a aprender. Su propio ejemplo avala la réplica que lanza a los defensores de la frenología: « órgano que no se utiliza concluye por atrofiarse […] Insuficiencia por medios, no inferioridad por origen; he aquí todo».