Los imperios y el síndrome de Pangloss

OPINIÓN

María Pedreda

31 ago 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

«Nuestra misión era proteger a Estados Unidos, no a Afganistán, y lo hemos logrado». Después de semanas de llantos farisaicos de los líderes políticos y desgarradores comentarios de tantos analistas sobre el giro de la política norteamericana, que habría puesto fin a su histórico papel de protectora de las democracias, el secretario general de la OTAN ha hablado con claridad, solo la ingenuidad panglosiana puede conducir a la confusión entre la realidad y la propaganda.

Claridad relativa, de todas formas, la de Jens Stoltenberg: cuando intervino en Afganistán, Estados Unidos no necesitaba a la OTAN para protegerse, como tampoco precisaba de la «comunidad internacional» para invadir Irak. Esa colaboración ha podido ahorrar al imperio algunas vidas y dólares, pero lo que buscaba era sobre todo una coartada. Ningún imperio fue creado y ha actuado militarmente fuera de sus fronteras más que para defender sus intereses. En realidad, podría decirse que ningún país lo ha hecho a lo largo de la historia, otra cosa son sus justificaciones.

El internacionalismo solidario de los estados se limitó a momentos excepcionales. La Francia de la Convención creyó en él, pero duró dos años, a la posterior república del Directorio la difusión de la revolución le sirvió para encubrir sus pretensiones de hegemonía en Europa. Fue entonces cuando comenzó a destacar un brillante general, Napoleón Bonaparte, que llevaría más lejos las ambiciones imperiales, disimuladas en su caso con la difusión de las luces y las reformas en la Europa del absolutismo tardofeudal. La propaganda bonapartista fue tan eficaz que todavía tiene seguidores en España, como pudo comprobarse en las conmemoraciones del segundo centenario de la Guerra de la Independencia.

El internacionalismo bolchevique murió definitivamente con el pragmatismo imperial de Stalin, pero su aplicación ya mostraba contradicciones en la época de la guerra civil, Trotski lo dejó muy claro cuando justificó la anexión de las naciones del Cáucaso. El derecho de autodeterminación es un buen instrumento de propaganda, pero no era aplicable si los autodeterminados decidían abandonar el socialismo soviético. Jrushchov y Brézhnev volvieron a justificar las invasiones de Hungría, Checoslovaquia y Afganistán con el internacionalismo proletario, también hay todavía quien cree que eso las respaldaba.

Los imperios nacieron incluso antes que los estados, forman parte de la historia. Tan anacrónico y poco realista es dedicarse ahora a repartir condenas retrospectivas, como pretender convertirlos en entidades humanitarias nacidas para difundir el progreso. Las legiones romanas no vinieron a la Península Ibérica a enseñar latín. Los indígenas, cuyos antepasados probablemente habían hecho lo mismo con los habitantes anteriores de sus territorios, fueron sometidos violentamente o con alianzas desiguales y, finalmente, asimilados. La mayoría acabó obteniendo la ciudadanía y asumiendo los aspectos fundamentales de una cultura de la que hoy deriva la nuestra.

Es un caso con similitudes con los posteriores imperios ibéricos en América. Ni romanos ni castellanos o portugueses tenían como objetivo «civilizar», tampoco cometer genocidios, aunque utilizaran medios brutales para conseguir la dominación que pretendían; obtuvieron enormes beneficios económicos, pero crearon nuevos pueblos y culturas, a la vez distintos y emparentados. Los modernos imperiófilos se quedan con las leyes que promulgaron, independientemente de cómo se aplicaban, la lengua, la literatura, la arquitectura o el arte; los imperiófobos con la explotación de los indígenas y los recursos naturales, la destrucción de las culturas autóctonas, la esclavitud y las discriminaciones. Todo ello existió y el legado tiene múltiples caras, pero es dudoso que resulte útil combatir el pasado cuando urge más afrontar los retos del presente.

Para sorpresa de ingenuos, me atrevería a sostener que EEUU nunca emprendió una guerra en defensa de la democracia. Es innegable el decisivo papel que jugó en la derrota del fascismo, pero entró en la Segunda Guerra Mundial porque Japón lo atacó y Alemania le declaró la guerra. Había comenzado a actuar con ínfulas imperiales cuando ocupó el norte de México, pero serían la conquista de Hawái y la victoria sobre España en 1898, casi simultáneas, las que llevarían su poder militar lejos de las fronteras terrestres. El señuelo del apoyo a los pueblos oprimidos por la potencia colonial en declive le permitió construir un auténtico puente en el Pacífico hasta las costas de China y Japón, con Filipinas como estratégica colonia asiática, establecer un protectorado sobre Cuba y quedarse con Puerto Rico. Es cierto que su política posterior no incorporó nuevas colonias, salvo la zona del canal de Panamá, incluso tendió al aislacionismo, siempre con la salvedad de su hegemonía en América Central, pero tras la Segunda Guerra Mundial, con el pretexto de la lucha contra el comunismo, ejercería un imperialismo de nuevo cuño que poco tenía que ver con las ideas democráticas o los derechos humanos.

La política norteamericana tuvo siempre como objetivos defender sus intereses y frenar la influencia de la URSS. Era más un enfrentamiento entre capitalismo y socialismo, o entre dos grandes potencias militares, que entre democracia y dictadura. Pudo comprobarse tanto en los conflictos más caliente en los que intervino desde 1946, como China, Corea, Vietnam, Camboya o Afganistán, como en su política con relación a América Latina, en la que las invasiones directas se combinaron con el fomento de golpes de estado y el apoyo a las más sanguinarias dictaduras, e incluso en Europa, recordemos a Portugal, España, Grecia o la turbia actuación de la CIA en Italia.

Al contrario de lo que han sostenido estos días los políticos, medios y columnistas de la derecha española más sectaria y desvergonzada, la intervención de Bush en Afganistán para perseguir a Al Qaeda y a Bin Laden despertó muy poco rechazo, el «no a la guerra» surgió contra la invasión de Irak, que no tenía nada que ver con el terrorismo y donde, por cierto, las mujeres y las minorías religiosas sufrían menos discriminaciones que en otros países musulmanes. EEUU decidió quedarse en Afganistán y forzar la colaboración de sus aliados-subordinados en la empresa, pero ha dejado claro que el objetivo fundamental no era defender los derechos de unas mujeres especialmente oprimidas, ni establecer una democracia. Fue un presidente ultraconservador, Donald Trump, el que pactó la vuelta al poder de los talibanes y un demócrata relativamente progresista el que cumplió lo acordado por su predecesor.

Lo decisivo es que Afganistán había perdido interés para el imperio y el precio era caro, lo mismo había sucedido en Vietnam, en una guerra distinta, pero en la que el aliado fue abandonado de forma parecida. Lo más sorprendente es lo mal que organizó Biden la salida de su ejército, no que se olvidase de las promesas propagandísticas de su país. Los brutales atentados del jueves han demostrado que la intervención ni siquiera sirvió para conseguir que el país asiático dejase de ser morada de terroristas y que la humillante retirada ha dado alas al sector más extremo y criminal del radicalismo islámico.

Rusia y China, de nuevo imperios malignos, van a aprovechar el desconcierto occidental para aumentar su influencia en el Afganistán reconvertido en fanática teocracia, rasguémonos las vestiduras, pero, eso sí, occidente mantendrá su amistad con las misóginas monarquías absolutas de la Península Arábiga, con el faraón Al Sisi o con ese gran defensor de los derechos de las mujeres que es Erdogán, presidente de un país miembro de la OTAN. Mientras escribo, me viene a las mientes, recurrente, la famosa frase del capitán Renault en Casablanca, cuando cobraba sus beneficios en el bar de Rick, que debía cerrar por orden de los nazis: «¡Qué escándalo, aquí se juega!».

Lo peor para las afganas es que su única esperanza reside en la presión que los movimientos feministas, los defensores de los derechos humanos y la desvaída izquierda puedan ejercer sobre los gobiernos occidentales, me temo que insuficiente en estos tiempos en que el César de Washington parece haberse convertido en faro y guía mundial de un progresismo tan carente de referentes como de ideas. Las palabras del presidente Sánchez, en las que definía la victoria de los talibanes como un fracaso para las potencias que habían intervenido en el país y prometía apoyo al pueblo afgano, fueron acertadas, pero habrá que ver en qué se traducen, de las fuerzas situadas a su izquierda casi ni palabras se han escuchado.

Bien está que se haya logrado evacuar a varios miles de personas, quienes han trabajado para ello merecen el elogio, el problema es que en Afganistán quedan millones de mujeres, también hombres que se sintieron protegidos por las fuerzas internacionales para expresar libremente sus ideas o ejercer sus profesiones y vivir su vida con libertad ¿Era lícito darles esperanzas, animarlas y animarlos a ser libres para después dejarlos abandonados? La vergüenza cubre, una vez más, a quienes los usaron como coartada. Cómo no recordar estos días al puerto de Alicante en 1939, para eso debería servir la memoria histórica.

Valga como amarga posdata que en el Reino Unido ha estallado la polémica sobre si la evacuación debe incluir a unos doscientos perros y gatos que un británico había acogido. Según informa El Confidencial, Jim Waterson, periodista de The Guardian, ha dicho que un diputado le ha confesado que están recibiendo «más correos electrónicos pidiendo que salvemos a los perros afganos que mensajes exigiendo que salvemos al pueblo afgano. Es muy desconcertante». ¿Desconcertante o sintomático de la verdadera decadencia moral de occidente?