Salud mental y un gran error (I)

OPINIÓN

María Pedreda

02 sep 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

El verano pasado, recién superado el confinamiento colectivo, un amigo necesitó atención médica porque tenía preocupantes molestias en un ojo. La sanidad pública le dio cita para meses más tarde. Lo que le inquietó lo suficiente como para contratar un seguro de salud a pesar de ser un firme defensor de la sanidad pública. Además de la prima correspondiente, tuvo que pagar por la intervención quirúrgica que necesitó; así funciona esto. El deliberado deterioro de la sanidad pública a manos de los sicarios políticos del cártel financiero sigue su curso, acelerado con la pandemia. Y lo pagaremos con creces.

Meses después, con motivo de un bajón de los que padece ocasionalmente, decidió aprovechar la vigencia del seguro para recurrir a la psicoterapia, dado que este servicio en la sanidad pública sigue siendo una quimera. Cuando fue a pedir cita le indicaron, contrariándolo, que el protocolo hacia preceptiva una consulta previa con el psiquiatra. Cuando llegó a la consulta tuvo que esperar una hora más allá de la cita concertada. Pensó que, tal vez, algún/a paciente anterior habría necesitado un tiempo extra y que las cuatro personas con las que compartía la sala de espera pasarían a otras consultas. Pero no. Todas iban a la misma y fueron atendidas en intervalos de entre 5 y 10 minutos. Cuando al fin entró, y casi sin llegar a sentarse, el psiquiatra le preguntó: «¿Quieres pastillas?». Atónito, mi amigo necesitó un tiempo para reaccionar e inquirir al médico sobre la oferta de medicación sin conocer siquiera el motivo de la consulta. A lo que el psiquiatra respondió: «Ah, sí, claro, qué le pasa: ¿ansiedad?, ¿depresión?». Dejémoslo aquí.

Sirva esta anécdota para ilustrar la situación de la atención a la salud mental como síntoma del estado de la sanidad pública y de la salud comunitaria. Ambas funcionalmente vinculadas y con una correlación directa, es decir, a peor sanidad pública, peor salud comunitaria. En el proceso de privatización de todo, se adscribe el malestar psicológico al ámbito privado, haciendo hincapié en la responsabilidad individual, y el remedio sintomático al ámbito mercantil con el perverso propósito de alcanzar, al menos, dos objetivos: afianzar otro nicho, este extraordinariamente sensible, a la colección de trofeos-víctimas de la voracidad del lucro indiscriminado, y socavar aún más nuestra resistencia al totalitarismo financiero mediante el fomento, en la salud y en la enfermedad, de un antinatural individualismo que debilita los vínculos y la cohesión social haciéndonos más vulnerables. «No existe eso que llaman sociedad, solo existen los individuos y las familias», dijo Margaret Thatcher. Y desde que la dama de hierro y laca nos aleccionara, la salud de eso que ella llamaba «familias» también está comprometida por la presión de una economía sin piedad y del propio consumismo individualista: quién se atreve a procrear y por qué hacerlo en pareja, respectivamente.

En los últimos meses, casos como el de la gimnasta norteamericana Simone Biles y la tenista japonesa Naomi Osaka, entre otros, han avivado el debate sobre la salud mental en nuestro país. Ambas, siendo favoritas en sus respectivas disciplinas, ante los efectos en su salud derivados de la presión por la inminente participación en torneos del máximo nivel, decidieron poner por delante su integridad psicológica y retirarse. Ocasión que no podían desaprovechar quienes, desde la frustración, el resentimiento, la ignorancia, la necedad o la envidia y, claro, la misoginia, ocuparon parte de su limitado y, parece ser, poco apreciado tiempo vital en arremeter contra las deportistas cuestionando o burlándose de su padecimiento. Particularmente en las redes sociales, donde los algoritmos parecen premiar la confrontación. Lo que no deja de tener sentido en una táctica de «divide y vencerás» tan útil a uno de los objetivos mencionados más arriba.

Quienes hemos estudiado durante muchos años el malestar psicológico, y no dejamos de hacerlo para intentar conocer mejor sus causas, sus secuelas y sus alivios, deberíamos, a nuestra vez, no desaprovechar la ocasión de intervenir públicamente y explicar la enorme complejidad de las dolencias psicológicas y combatir uno de los grandes errores asociados a su explicación no solo a nivel popular: el error fundamental de atribución. Un sesgo cognitivo por el que, en este caso, tendemos a atribuir una conducta «disfuncional» de los demás a causas internas de las personas aquejadas (antecedentes, motivacionales, neurológicas, etc.) desestimando las causas externas o contextuales. Un sesgo recurrente en el discurso individualista para exonerar a las condiciones materiales de su contribución causal en el creciente malestar psicológico: la culpa es del individuo por no esforzarse lo suficiente para lograr satisfacer las expectativas de bienestar inoculadas culturalmente y vinculadas, cómo no, a la abundancia material, al consumo, o, también, por no saber resignarse al proceso de precarización creciente a pesar del denodado esfuerzo para prosperar.

En realidad, el peso del contexto en la interacción cuerpo-conducta-cultura es mucho mayor de lo que el cerebro-centrismo de moda da a entender. Por ejemplo, se debería explicar más cómo el lenguaje y, particularmente, la escritura, han incidido en la reorganización de la sociedad, la psique y el cerebro. Y, partiendo de la evolución histórico-cultural de la psicopatología, explicar los procesos que llevan a convertir la presión y la incertidumbre de la vida cotidiana en problemas psicológicos. Tal y como hace el catedrático de psicología de la personalidad, evaluación y tratamientos psicológicos de la Universidad de Oviedo, Marino Pérez Álvarez, en sus obras «El mito del cerebro creador» (2011) y «Las raíces de la psicopatología moderna» (2012), entre otros trabajos.

(Continuará)