El sainete de Puigdemont

OPINIÓN

YARA NARDI | Reuters

27 sep 2021 . Actualizado a las 09:23 h.

En el área política más avanzada del mundo, que alumbró a Licurgo y Solón, a Pericles y Cicerón, el Derecho Romano y el Digesto de Justiniano, Las Siete Partidas y el Código Napoleónico, la Declaración de los Derechos del Hombre y los Estados de derecho; en esa área el Parlamento Europeo -enorme, carísimo, babélico y lúdico- no sabe aclarar si Puigdemont disfruta o no de inmunidad.

En esta España de mis amores, en la que el populismo más extemporáneo logró convencernos de que es urgente privar de inmunidad y aforamiento al rey, al Gobierno, a los parlamentarios y a los jueces y agentes del orden, ha arraigado la idea de que Puigdemont tiene derecho a la inmunidad y al fuero que le permiten hacer cuchufletas con las leyes e instituciones del Estado, hasta el punto de que cada incidente protagonizado por el vecino de Waterloo se asume y comenta como si de eso dependiesen el futuro, la esencia y la prosperidad de la nación de naciones.

En esta Europa atiborrada de parlamentos, tribunales supremos, de miles de tribunales y jueces de toda especie, y de un sistema de control que ya consiguió homogeneizar el etiquetado de los guisantes y los cargadores de los móviles, resulta imposible establecer las equivalencias entre los delitos y sus penas, porque en este caso mandan las palabritas y los picapleitos, y los sainetes priman sobre la ópera; y porque la pillería -unida al engolamiento, las puñetas y los collarines de los tribunales- hace imposible saber, cinco años después, si Puigdemont es un héroe o un villano, si el Supremo de España es la cima del sistema judicial o una tuna estudiantil que canta el Gaudeamus igitur, y si el Estado español es el más democrático, igualitario, descentralizado y feminista de Eurasia, o una dictadura encubierta que reprime a los héroes y patriotas de cartón piedra.

La conclusión es que estamos ante un dramático sainete -¡vaya contradicción!- que aburre a las piedras y cabrea al santo Job. Que hace evidente que la justicia no es igual para todos. Y que demuestra que todo el conjunto de las representaciones del poder, la gobernación y la justicia andan manga por hombro, sin más objetivo que ir tirando y cobrar a fin de mes.

Si fuésemos serios, tampoco yo hubiese escrito este artículo, cuyo fondo me ofende más que me motiva, y cuya continuada elevación a la agenda nacional me parece una solemne estupidez. Pero, no habiendo más cera que la que arde, espero que la Justicia, que es el único poder del Estado que los independentistas no han conseguido desalojar de Cataluña, siga haciéndoles la puñeta -aunque sea de esta manera arbitrista e infantil- a los que se han rebelado con éxito contra el Estado. Y también sueño con que, mientras el Gobierno monta mesitas y comadreos para disimular su propio caos, esta enorme confusión jurídica y judicial que padecemos haya logrado hacer embarrancar el tren independentista. Porque esta chapucería judicial ya es el último naipe que le queda a España para ganar la dolorosa y tramposa partida que estamos jugando.