La mala educación

OPINIÓN

Imagen de archivo de unos niños con mascarilla
Imagen de archivo de unos niños con mascarilla Sandra Alonso

05 oct 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

La Federación Miguel Virgós, de Asociaciones de Madres y Padres del Alumnado de la Enseñanza Pública, se ha dirigido hace unos días a la Consejería de Educación para solicitar la actualización inmediata de los protocolos de seguridad en la prevención y contención de la Covid-19, para que sea «equiparable a la realidad y normalidad actual, ya que esta nueva situación no tiene nada que ver con la del mes de julio, cuando se envió a los centros educativos la circular de inicio de curso y las instrucciones pertinentes para su organización». Efectivamente, esas instrucciones fueron aprobadas en la Resolución de 19 de julio de 2021 de la citada Consejería, en un contexto muy distinto del actual, que es, afortunadamente, mucho más favorable. Con las instrucciones referidas los centros educativos continúan, básicamente, con el mismo tipo de severas restricciones y controles que en el curso pasado pero, a su vez, sin algunas de las medidas compensatorias de entonces; volvieron las ratios anteriores a la pandemia, desaparecieron las aulas desdobladas y disminuyó el número de profesores de refuerzo, por ejemplo. El avance principal ha sido la recuperación plena de la presencialidad en todas las etapas, pero la flexibilización de las medidas ha sido hasta ahora anecdótica (extraescolares a medio gas y poco más) y mucho más tibia, desde luego, si la comparamos con la apertura progresiva y el acomodo del resto de actividades a algo que se va felizmente pareciendo (aunque todavía falta) a la situación previa a marzo de 2020.

Las medidas de prevención en el entorno educativo posiblemente hayan sido parte del éxito de la continuidad educativa en el difícil curso 2020-2021. Nuestro país tiene razones para enorgullecerse de haber sido de los pocos en mantener en marcha la mayor parte de la actividad docente presencial en etapas obligatorias, corrigiendo las decisiones erróneas de la primera desescalada de finales de mayo y junio de 2020, donde las terrazas ya se llenaban y las aulas seguían cerradas a cal y canto. Rectificar es de sabios y fue lo que se hizo, pese a que a una parte no pequeña de la sociedad, de acuerdo al orden de valores de nuestro tiempo, le importase un rábano el papel inclusivo de la escuela y, entre la dominación por el miedo y la búsqueda de otras actividades a las que dirigir el foco para apartarlo de las suyas, pidiese durante los peores meses de la pandemia el cierre de los colegios. El Gobierno estatal y su entonces Ministra Celáa fueron firmes, seguramente más que muchas autoridades autonómicas, y el tiempo les dio la razón. Se reparó así parte del perjuicio causado.

Pero esas medidas no eran, ni lo siguen siendo, inocuas. En la escuela blindada que depara las medidas de prevención de la Covid-19 el contacto e integración con la comunidad y con el entorno, se resienten sobremanera. Las actividades complementarias de todo tipo, que enriquecen el fluir del periplo escolar, apenas tienen posibilidades de ser llevadas a cabo. La vida de la comunidad educativo y los lazos de solidaridad que se crean entre quienes participan en ella se debilitan. El control de los críos tiene el aroma de una vieja disciplina que algunos nostálgicos echaban en falta y que sólo el buen hacer de muchos profesores alivia. La educación para la obediencia y la mansedumbre, y no para el ejercicio responsable y consciente de la libertad, ha ganado, también aquí, mucho terreno. En los centros con instalaciones modestas (la gran mayoría de los públicos, por cierto), la demarcación del patio para preservar las burbujas lleva a que 25 alumnos tengan para disfrutar en el recreo poco más que el área pequeña de una cancha de futbito. La ventilación cruzada cuasi permanente tiene a los estudiantes cuatro o cinco horas inmóviles en medio de una corriente de aire que muchas veces es fría y húmeda, y, por lo tanto insana (y algunos que no aguantarían media hora sentados y quietecitos a esa temperatura te quieren cerrar la boca si pones un pero). La política de aislamientos, pruebas y cuarentenas si aparece un positivo sigue en la misma dureza inicial cuando en otros ámbitos se ha suavizado, y ello pese al menor riesgo de la población infantil a la enfermedad. Y, lo más importante, pervive el ambiente de excepcionalidad que rodea a la vida educativa, cuando en las cosas ya empiezan a ser verdaderamente distintas y, al fin, mejores, convirtiendo a la escuela en un reducto.

La pandemia empezó con un feroz discurso de recelo hacia los menores de edad, una de las monstruosidades morales que esta crisis nos trajo, a bordo del pavor extendido en las primeras semanas. Cuando los estudios comenzaron a descubrir que las asunciones iniciales sobre el papel diseminador de los niños no se sostenían (el famoso «vector de contagio» que escuchamos a ciertos responsables públicos, irresponsablemente ignorantes del impacto de sus palabras), el daño ya estaba hecho y el encierro de 42 días sin pisar la calle ni para pasear ya había transcurrido. El efecto de todo aquello en la percepción colectiva prosiguió durante meses (imborrables los parques infantiles precintados mientras todo tipo de espacios reabrían) y todavía se perciben reminiscencias graves. Y menos mal, que, gracias a la buena disposición general a la vacunación, y pese a los intentos (contenidos en su alcance, aunque no completamente evitados), no hemos caído totalmente en la dinámica de la discriminación inmunológica protagonizada por el abuso de los pases sanitarios, considerando que los menores de 12 años no tienen vacuna disponible y terminarían por ser víctimas indirectas de esa separación. En todo caso, recordemos que, cuando se dice alegremente que ahora la pandemia es la de los «no vacunados» se aviva una llama de segregación que puede quemar también a quien simplemente no tiene acceso a ella, incluida esta parte vulnerable de la sociedad.

Triste sería que, si empezamos la pandemia con esa mirada discriminatoria hacia los niños, por la que pocos han dignamente pedido perdón, vayamos a terminarla con esa misma actitud de suspicacia, manteniendo la escuela, que es el lugar principal de su desarrollo e integración en la colectividad, como una trinchera de guerra por tiempo indefinido.