Aquellas infancias ovetenses: el quiosco de Oliva y la calle Juan Escalante de Mendoza

Emilio Cepeda

OPINIÓN

Lugar donde anteriormente estaba ubicado el quiosco de Oliva en Oviedo
Lugar donde anteriormente estaba ubicado el quiosco de Oliva en Oviedo

06 oct 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Una de mis visitas favoritas cuando vengo a pasar unos días a Oviedo es el barrio de Santo Domingo, zona donde viví mi infancia hasta los 16 años. Concretamente, en la calle Juan Escalante de Mendoza (abreviada, Juan Escalante), persona que ahora sé que fue cartógrafo y marino allá por el siglo XVI pero que, por aquel entonces, al niño que yo era le sonaba más a un escalador o a un presidente del Real Madrid que era fumador empedernido.

En los años 80 del siglo XX, Juan Escalante era una calle prácticamente nueva, tras la reconstrucción de gran parte de la zona por los destrozos de la Guerra Civil. La mayor parte de los edificios fueron edificados en los años 70 o principios de los 80, aunque mantenía (y mantiene) alguna pequeña casa de dos-tres alturas y edificios de los años 50-60, algunos bastante degradados.

La calle, de orientación SO-NE, y que se adapta a la topografía y al acusado desnivel del terreno, describe una curva en su parte superior, que arranca en San Pedro Mestallón, justo enfrente de la trasera de la Iglesia de Santo Domingo, y de la calle Capitán Almeida; su parte inferior desembocaba en un terraplén atravesado por un arco bajo un pequeño puente sobre el que pasaba la vía del antiguo ferrocarril Vasco-Asturiano, y a través del cual se accedía a los talleres ferroviarios. Pasado el arco, el terreno también se abría a distintos descampados que se prolongaban hasta la actual Ronda Sur y que ahora, rotonda mediante, forman las calles Carlos Asensio Bretones y Goya,

Hacia el otro lado, girando a la izquierda, Juan Escalante se prolongaba hacia la calle Regla. Lugar poco transitado y de mala fama (solían llamarle el «chutódromo»), que contaba con distintas viviendas de mediados del siglo XX que aún perviven y con algún que otro edificio curioso como la gris Panadería Gayo, ya cerrada en aquellos años 80. Frente a las viviendas, existía lo que en su momento fueron solares abandonados (hoy ocupados por bloques de edificios construidos a comienzos del presente siglo), poblados de maleza y vegetación, y pequeños retazos de una antigua industria curtidora y cerámica, cuyos últimos vestigios fueron derribados precisamente a mediados de los 80.  

En mi memoria infantil la calle tenía de todo, aunque sólo en uno de sus márgenes. Recuerdo una pequeña carnicería, con su lámpara de luz violeta y rejilla atrapando las moscas y sus carteles azules y rosas con las distintas partes del cerdo y la vaca; el bar Uría, al lado de mi portal, con su letrero de El Águila Negra, donde unos jugaban la partida, otros bebían y pasaban el rato y, la mayor parte, simplemente socializaba; la panadería de Octavio, donde comprábamos el pan, bolsas de leche y un bollo de chorizo o un donuts para almorzar en los recreos del colegio de los Dominicos; el bar Hockey, un poco más pequeño que el Uría, y cuya máquina recreativa siempre solía tener el último videojuego del mercado, a 25 pesetas la partida; el Spar, pequeño establecimiento de ultramarinos regentado por una pareja, uno de aquellos lugares donde te apuntaban el precio del embutido con bolígrafo en el mismo papel con que te lo envolvían; también una zapatería, en la que me compraron alguna katiuska de aquellas azules y amarillas, tan necesarias por el clima; y, finalmente, al comienzo de la calle, el quiosco de Oliva (O. Fernández ponía en el cristal, rotulado en letras blancas), al lado del portal número 2.

Aquel quiosco, de tamaño reducido, estaba regentado por Oliva y por una sobrina suya, Mª Elena y, para mis ojos infantiles, tenía de todo: una vitrina de cristal cerrada, con cómics y tebeos; todo tipo de juguetes colgados en las paredes, botes de caramelos, nubes, chocolates... en el mostrador principal estaban extendidos los periódicos y Oliva solía estar siempre leyendo las noticias y comentándolas con la clientela. El pequeño local, sin ser propiamente una papelería, tenía otra zona habilitada en la que se mostraba material escolar como bolígrafos, portaminas, cuadernos o blocs de exámenes.

La fachada, toda ella de cristal transparente con marco metálico, tenía una puerta en la que permanecían colgadas con pinzas las revistas y los cómics de la semana (recuerdo el Diez Minutos, la Tele Indiscreta o unos pequeños cómics de D'artacán y los Tres Mosqueperros que causaban furor entre los niños y que coleccionaba). Al lado de la puerta, el escaparate, mucho más ancho, estaba lleno de juguetes de aquella época tales como Airgamboys, clicks de Famobil, Nancys o incluso disfraces de indios y vaqueros.

Oliva, además de su don de gentes, estaba muy al tanto de la actualidad. Como he dicho, siempre leía los periódicos y comentaba las noticias, y no se le escapaba una. Recuerdo cuando España entró en la CEE y nos prometieron el paraíso y la modernidad, que se hablaba mucho de aquello del IVA (qué inocentes éramos). Pues Oliva, a partir del 1 de enero de 1986, decidió aplicar su particular valor añadido y subir una peseta algunos de los artículos: por ejemplo, los chicles Cheiw o las bolsas de «maicitos» Churruca pasaron a costar 6 pesetas en lugar de 5. Creo recordar que, al cabo de unos meses y, probablemente, harta de tener que andar devolviendo cambios y vueltas en pesetas sueltas, los precios volvieron a su origen.

Otro recuerdo que tengo es cuando bajaba con mi hermana en zapatillas de casa a comprar el tabaco para mis padres, con no más de 7 años de edad (eran otros tiempos). Oliva siempre nos preguntaba por ellos y nos regalaba un caramelo Nata de los que costaban una peseta. Eso sí que era marketing y fidelización del cliente, y no el del mundo digital y neoliberal actual.

Luego llegaron los 90 y la vida cambió. En 1992 nos mudamos a la calle del Rosal y llegué a adolescente. Tenía ya otros intereses y perdí la inocencia y también la pista del quiosco; y, posteriormente, la vida me llevó a otros lugares, lejos de Oviedo y de Juan Escalante.

En las primeras visitas que hice a la zona, aunque ya cerrado, el quiosco seguía existiendo físicamente, con el escaparate y la puerta ocultos tras un papel. Pero en mi última visita, no hace muchos años, el quiosco ya no estaba. No es que hubiera otro establecimiento en su lugar o que hubieran cambiado la fachada, no: el quiosco había desparecido, se había esfumado. Ahora sólo hay pared, mármol y un logo, ni rastro del escaparate ni de la rotulación ni de O. Fernández.

El local ha servido como ampliación de la droguería-perfumería Mestallón, que hace esquina entre Juan Escalante y San Pedro Mestallón. Otro establecimiento clásico de los años 80 y de los pocos que ha sobrevivido en la calle. Tuve una sensación rara, como si hubieran borrado de golpe algo de mi niñez. Si bien la ciudad es algo vivo, en constante evolución; que continuamente se echan abajo y se construyen nuevos edificios; o que todo cambia y que las grandes superficies han acabado con el comercio local, el resto de antiguos locales de la calle, aunque cerrados (la crisis de 2008 arrasó con lo poco que quedaba), todavía permanecen físicamente, con las persianas echadas. El quiosco de Oliva no, y nadie que no lo conociera en su momento podrá recordar ya dónde estaba situado.

Valga este modesto artículo como memoria y pequeño homenaje a O. Fernández y su quiosco, a la calle Juan Escalante y, por qué no, a nuestra niñez.

Emilio J. Cepeda García (Oviedo, 1975) es geógrafo, profesor tutor de geografía y responsable de Extensión Universitaria en el Centro Asociado de la UNED en Tudela (Navarra).