Aquellas infancias ovetenses: mi pueblo fue Tiñana

Emilio J. Cepeda

OPINIÓN

Parte de la fachada sur de Casa Urbana en 1990 en la que se distinguen los tres cuerpos de la edificación y el corredor principal
Parte de la fachada sur de Casa Urbana en 1990 en la que se distinguen los tres cuerpos de la edificación y el corredor principal

28 oct 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Durante aquellas infancias ovetenses siempre me llamaba la atención que alguien dijera que tenía pueblo. Me sugería un lugar opuesto a lo urbano: un remanso de naturaleza y paz, sin coches, con vacas, prados, cultivos y con pequeñas casitas en las que sentarse al lado de la chimenea en invierno. No es un tema que haya pasado de moda: en los últimos años, y más aún a raíz de la pandemia, se habla cada vez más de la vida en los pueblos, la España vaciada, y mucho se ha contado acerca del esnobismo o la ridícula idealización del mundo rural por parte de los llamados urbanitas, ávidos de autenticidad. Probablemente, yo era uno de ellos: ovetense, del barrio de Santo Domingo, ni tenía pueblo ni había conocido directamente la vida rural, más allá de algunas excursiones. Pero el pueblo al que me refiero va más allá del recurso urbanita de tener una segunda residencia o de irse a vivir al campo. Me refiero al lugar de donde es originario un miembro muy directo de tu familia; una población a la que te unen lazos afectivos y que, además, mantiene aún cierto modo de vida rural. Pues bien, allá por la década de los 90 frecuenté un lugar al que, pese a no cumplir las dos primeras características que acabo de mencionar, siempre he considerado mi pueblo, aunque sea adoptado: Tiñana.

Curiosamente, se trata de un pueblo que no es pueblo, administrativamente hablando. Tiñana es una parroquia que pertenece al concejo de Siero pero no existe una población concreta que responda a esa denominación. En Oviedo se suele conocer así a la zona donde comienzan los llagares y al cruce de caminos donde está situada la iglesia junto a dos clásicos bares, ya existentes entonces, que llevan por nombre Casa Pin y Casa Carlos. Si afinamos más, el nombre concreto de mi pueblo era Fozana, una pequeña aldea a la que, en este caso, sí podemos denominar población, y así aparece en los nomenclátores. Fue en Fozana, en Tiñana, allá por el año 1990, donde mis queridas abuela y tía maternas decidieron alquilar una casa durante todo el año. Y en ella disfrutamos y pasamos largas temporadas durante toda esa década. 

Tiñana no está demasiado lejos de Oviedo, a unos 10-12 kilómetros por carretera. La forma más directa para llegar es tomando la Nacional 634, histórica vía de comunicación que une San Sebastián con Santiago de Compostela y que entra en el Principado desde el vértice oriental. Entre otros lugares, la N-634 atraviesa de este a oeste la llamada depresión prelitoral asturiana, una zona topográficamente casi plana que ejerce como uno de los principales corredores de actividades económicas y de comunicaciones de Asturias. Popularmente se la conocía como la carretera de Santander porque era casi la única forma de llegar hasta allí hasta la construcción de la Autovía del Cantábrico. Para tomar la carretera en dirección Tiñana se atravesaban antes los barrios ovetenses históricos de la Tenderina y Ventanielles, y se salía de la ciudad por la zona de Cerdeño. Ya en aquel entonces, los márgenes de la N-634 estaban rodeados por multitud de espacios industriales y terciarios. Durante el trayecto, la carretera fluía entre un continuo urbanizado en el que de forma casi inapreciable (si no fuera por los carteles señalizadores) se iban sucediendo varias poblaciones: como Colloto, prácticamente ya un barrio de Oviedo, donde siempre llamaban la atención al pasar las fábricas de Coca Cola y de fabadas La Tila, ambas ya cerradas, aunque con sus edificaciones intactas. O Granda, ya en el concejo de Siero, zona donde se hacía más visible la mezcla de usos residenciales, pequeña industria, tiendas de muebles y también merenderos y restaurantes. 

Un poco más allá de Granda se llegaba al cruce hacia Tiñana. Aunque ahora es una rotonda, en aquellos años simplemente se giraba a la derecha, hacia el sur, a mitad de una recta de casi dos kilómetros de largo. Nada más abandonar la N-634, se podía ver en la margen izquierda la fábrica de chocolates La Cibeles, hoy integrada en Lacasa, y que siempre desprendía un maravilloso olor a chocolate, nada que envidiar a la de Willy Wonka. La fábrica tenía detrás una pista de hockey sobre patines, un deporte muy popular en los años 80 y que llegó a tener un equipo asturiano en División de Honor, precisamente el Club Patín Cibeles, al que patrocinaba. Tras dejar atrás La Cibeles, en la zona de Meres, se atravesaba un paso a nivel del ferrocarril y un puente sobre el río Nora, que solía desbordarse de vez en cuando. Desde ahí, siguiendo la carretera, que ya picaba hacia arriba, el contraste de paisaje con la N-634 era llamativo: pendientes más o menos pronunciadas, construcciones rurales dispersas, prados, pumaradas y llagares salpicaban los márgenes de la carretera. El trayecto desembocaba en la Tiñana de la iglesia y los dos bares. Desde ahí hasta Fozana sólo hacía falta desviarse por una carretera local, de aquella en bastante mal estado y, finalmente, descender por un camino rural hasta la casa.

A la edificación la llamaban, ironías de la vida, Casa Urbana. Pero no por los urbanitas sino por una antigua dueña. Construida en origen a inicios del siglo XX, se trata de un conjunto de casa de corredor, panera y un pequeño recinto cerrado a modo de zona cultivable. La edificación principal tenía tres cuerpos: uno para cuadra, con una primera planta que hacía las funciones de almacén de alimento para los propios animales, y otros dos para vivienda, aunque uno de ellos estaba prácticamente abandonado y luego fue posteriormente rehabilitado. Tenía dos fachadas claramente diferentes, fruto de la adaptación al clima asturiano: la principal, de orientación sur, con el corredor principal entre muros cortafuegos y en la que se abrían la mayor parte de las ventanas; y la trasera, de orientación norte, apenas tenía aberturas, para protegerse del frío. En su fachada oriental, hacia el este, tenía otro corredor más largo, sobre pechones, que se asomaba a un pequeño jardín en el que destacaba una gran palmera, visible desde larga distancia. 

Enfrente de la vivienda estaba la panera, apoyada en sus seis pegollos, y con un hueco debajo lo suficientemente grande para aparcar un coche o incluso para comer al aire libre los días de lluvia, que no eran pocos. En el lado oeste, ligeramente separado de la casa, había un pequeño recinto cerrado dividido en pequeñas parcelas cuadradas para el cultivo y que contaba con un corral para gallinas. También tenía una planta de kiwis extendida horizontalmente sobre cables de acero. Finalmente, en la trasera de la casa, el terreno se prolongaba en una extensa y larga parcela plagada de manzanos y, ocasionalmente, algún campo de maíz.

En ese entorno pasábamos largas temporadas gran parte de la familia, tanto en vacaciones de verano como en fines de semanas o festivos. Allí aprendimos a segar y a cabruñar y afilar una guadaña; o a labrar la tierra y plantar lechugas; también vimos nacer una vaca en la casa de Paco, un vecino de la zona que solía pasar con sus vacas lecheras y las llevaba a pastar en un prado delante de la casa; y cogimos manzanas y corrimos por los campos de maíz. También tuvimos gallinas y gallos, incluso patos: mi tía nos compró uno a cada primo en el mercado de los sábados de la cercana población de El Berrón y solíamos pasearlos por los caminos rurales como si fueran vacas, buscando arroyos para que se bañaran. Incluso tuvimos un perro ratonero, Moro, al que alguien había  abandonado y que apareció el primer verano con una nota en el collar en la que se leía el mensaje «Gracias por recogerme, me llamo Moro y estoy bacunado (con b)». Aquel perro se recorría toda Tiñana libremente y volvía siempre que le llamabas, desde donde quiera que estuviera. Dormía en una manta debajo de la panera. 

Casa Urbana actuó de punto de conexión familiar: llegamos a convivir 12 personas de continuo y pudimos llegar a juntarnos, en ocasiones, más de 30 familiares, organizándose comidas pantagruélicas en un escenario digno de El Padrino

Gran parte del tiempo en Tiñana lo pasé montando en bicicleta. Era la época en la que se pusieron de moda las mountain bikes, y solía recorrer todos los caminos cercanos. Incluso iba y venía muchos días desde Oviedo por una carretera interior, más tranquila que la nacional, que pasaba por Villamiana, Vallín o Limanes, entre otros lugares. Por algún desvío, y con un acceso bastante complicado, también me gustaba llegar con la bici al pie del Picu Castiello y subirlo a pie para visitar lo que llamábamos las cuevas, y que tiempo después supe (por un amigo arqueólogo) que podía haber sido un castro o incluso una fortaleza de época tardorromana. 

Podría contar mil y una historias, pero todas confirmarían una única sensación: Tiñana fue mi pueblo, allí encontré ese remanso de naturaleza y paz, sin coches, con vacas, prados y cultivos que comentaba al principio del artículo. Sólo le faltó la casa con chimenea, aunque la cocina de carbón ejerció dignamente esa función.

Cuando visito Oviedo siempre suelo acercarme a comprar sidra para llevarme a Navarra y la zona sigue manteniendo un carácter especial. El acceso ha cambiado algo y, tras el cruce con la N-634 y la rotonda, la carretera pasa ahora elevada respecto a la vía del ferrocarril. Pese al aumento de la suburbanización y la proliferación de las segundas residencias (dada su cercanía tanto a Oviedo como a Pola de Siero), el paisaje sigue conservando un aspecto más o menos rural. Llagares históricos como Fanjul o Muñiz, entre otros, siguen manteniendo el tipo, y abundan en la zona las celebraciones de bodas, bautizos y funerales. La zona de la iglesia está prácticamente igual, así como Casa Carlos y Casa Pin.

La que no ha tenido tanta suerte es Casa Urbana. Aunque sigue en pié, en el año 2013 sufrió un incendio que destruyó el cuerpo derecho, donde estaban la cocina, el salón y las tres habitaciones principales. He estado viendo la casa en persona y la verdad es que es doloroso ver esa zona en ruina y recordar todos los momentos pasados allí. Con todo, la casa está habitada y los otros dos cuerpos permanecen en pié. El corredor de la fachada principal está ahora cerrado con cristales y la palmera sigue siendo visible desde la lejanía.

Sin embargo, como otras tantas cosas, me temo que el encanto de Tiñana tiene los días contados. El proceso de urbanización y los urbanitas aprietan y, en el prado donde pastaban las vacas de Paco, justo enfrente de la palmera, ahora hay una valla publicitaria con el dibujo de una casa de diseño y el mensaje «Parcelas en venta».

Valga este texto como homenaje a Tiñana, y a todos los pueblos de las personas que tienen pueblo.

Emilio J. Cepeda García (Oviedo, 1975) es geógrafo, profesor tutor de Geografía y responsable de Extensión Universitaria en el Centro Asociado de la UNED en Tudela (Navarra)