El día de las bibliotecas, que siguen ahí

OPINIÓN

Biblioteca de Avilés

30 oct 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Eli y Sam, personajes de Juego de Tronos, ya se gustan. Ella le pregunta que cómo sabe todo eso. Cuando él le responde que lo leyó en un libro muy antiguo, le pregunta asombrada si sabía todas esas cosas solo por ver unas marcas en un papel. Al asentir Sam, Eli exclama: ¡eres como un mago! No es cosa de la salvaje Eli. Algo de magia debe haber en la lectura. El culto y refinado Nikola Koljevic había pasado muchas horas entre los cientos de miles de libros de la biblioteca de Sarajevo. Era especialista en Shakespeare, pero sabía muchas más cosas. En 1992, durante la guerra, ordenó incendiar aquella biblioteca. Es poco probable que Koljevic renegase del extenso disfrute que había vivido en aquel sitio ni de todo el conocimiento que había adquirido allí. La incendió y se fotografió tocando el violonchelo sobre sus escombros. Es difícil entender qué pasaba por su cabeza. Aquella biblioteca era el refugio de un cruce singular de culturas, que crujía con estridencia con las ansias purificadoras étnicas y culturales de los líderes serbios, él incluido. No sé si imaginarlo como esos maltratadores homicidas que asesinan a su ex?pareja porque no resisten su existencia sin su posesión. Aunque conquistasen Sarajevo, había algo en aquellos libros que le impedía poseer de verdad aquella biblioteca y, si no iba a ser suya, mejor que ardiera. Fuera lo que fuera, algo tuvo que ver con la magia. En el suelo de la Bebelplatz de Berlín se ven bajo los pies a través de un cristal unas estanterías vacías con sitio para veinte mil libros, en memoria de los que quemó Hitler en 1933. A Hitler le había producido temor toda esa magia. Y él mismo dejó marcas en papel cuya magia inspiró temores. Hasta hace muy poco estuvo prohibida la reimpresión de Mi lucha. Cervantes parodió los temores a tanta magia con el ama de D. Quijote pidiendo que se rociase con agua bendita la habitación donde estaban los libros de caballerías, por los encantamientos que pudieran salir de ellos, justo antes de la quema de aquellos libros.

El domingo fue el día de las bibliotecas. Aunque todos nos riamos con el licenciado del Quijote de la simplicidad del ama, quienes tienen trato frecuente con los libros siempre fueron igual que ella. A los lectores les gustan las librerías y las bibliotecas. No les gustan los libros en unos grandes almacenes entre los electrodomésticos y los artículos de camping. Les gusta que donde haya libros solo haya libros. Y que se vean. No les seduce un lápiz de memoria con decenas de miles de libros. Les gustan los santuarios, donde los libros ocupen sitio, se vean y sean lo único que se ve. Como el ama de D. Quijote deben creer que, juntos y sin intrusos, efectivamente los libros llenan de encantamientos los sitios donde están. Las letras no se borran al ser leídas, como sí se disuelve el sonido nada más ser oído. La lectura fue siempre un acto con el que conectamos el cerebro a una prótesis externa que multiplica su memoria y sus poderes. También multiplicó la creatividad de los literatos, al dejar sus palabras fijadas y poder componer mucho más de lo que fueran capaces después de recordar, recitar o cantar. No creo que García Márquez se supiera de memoria Cien años de soledad. Y permitió que extensos bloques de conocimiento y razonamiento pudieran construirse al tener donde posarse. La lectura siempre fue ciertamente mágica y las bibliotecas a su manera lugares de encantamientos.

Las bibliotecas son un recuerdo permanente de lo que cada vez más se está olvidando en todos los niveles educativos, con más incidencia en la universidad. Los datos que están en grandes servidores, la masa oceánica de contenidos a los que podemos acceder con cualquier dispositivo electrónico producen la ilusión de ser conocimiento disponible. Dan esa sensación porque podemos tratar con ellos, hacer búsquedas, descargar materiales, consultar cosas concretas; los manipulamos. Por eso parecen sabiduría a la que uno solo tiene que conectarse. Los libros que se apilan en las bibliotecas nos invitan a que no nos ceguemos con los beneficios de la red creyendo que son lo que no son. En las bibliotecas es más fácil darse cuenta de que el conocimiento solo está en el cerebro de la gente. Tocar los libros con los dedos no modifica nuestra mente y tocar la nube con el móvil tampoco. En las bibliotecas recordamos que hay que leer, que los datos de los libros solo se hacen sabiduría cuando entran en nuestra mente mediante esa transfusión lenta que a Eli le parecía magia, que es la lectura y el estudio. Google desnudó magistralmente a las universidades con sus cursos de seis meses para conseguir el personal cualificado que necesitaba. La universidad tiene que ser parte del proceso de innovación del tejido productivo, en qué cabeza cabe que semejante concentración de recursos pueda estar al margen del desarrollo económico. Pero si la universidad solo sirve para eso y es anacrónico y sobrante todo lo demás, Google demostró a las bravas que para eso no hace falta tanto título ni tanto doctor. Quizá no en seis meses, pero desde luego con mucho menos que los mastodónticos ciclos temporales universitarios se pueden formar especialistas eficientes de usar y tirar como quieren las empresas. Un rato en una biblioteca nos recuerda que el conocimiento solo existe en la mente los sujetos y que tiene que haber sitios de enseñanza donde pase de unas mentes a otras para que siga habiendo conocimiento. Y cuando se reseca el conocimiento acaban empobreciéndose y haciéndose erráticas las tareas aplicadas y útiles. Todo tiene que ser útil, pero no todo tiene que ser útil para ahora mismo. No se puede correr sin saber hacia dónde. Un vistazo a las lenguas clásicas y la filosofía en la enseñanza secundaria ilustran esos olvidos que las bibliotecas susurran.

No sintonizo del todo con las maneras expresivas con que los lectores predican las bondades de la lectura. La experiencia de la lectura habitual y continuada es tan intensa que impulsa a expresarla como un arrebato y el lector catequiza sobre la lectura mostrándose como una especie de enfermo gozoso. Como los melindres del cortejo, es mejor dejar las embriagueces y raptos para la privacidad y encomiar la lectura como algo normal que mejora todo lo normal. Falta nos hace. Es visible la extensión del mal gusto y la zafiedad en la vida pública. El mal gusto aparece cuando no ponemos nada de autoestima en los episodios concretos que vivimos. Eso que llamamos vergüenza o decoro se reduce a eso. Si creemos que cada cosa en particular que decimos o hacemos no dice nada relevante de nosotros, porque ya lo dice todo nuestra riqueza, nuestra militancia o nuestra raza, es decir, si perdemos la vergüenza, lo que queda es el zasca simplón y la risotada, el mal gusto que nos ofrecen los los medios y todos los residuos que caen como pringue en las redes sociales. Un poco de lectura diaria nos sosiega por un rato el activismo atolondrado, nos habitúa a mover pensamiento al actuar, transfunde datos al cerebro y los hace conocimiento y hasta nos puede acostumbrar al tacto de la belleza lo bastante como para que no nos reconozcamos en el mal gusto. O si lo hacemos que sea por una actitud inteligente y no por torpeza.

Es normal que Umberto Eco señalara como uno de los catorce rasgos del «fascismo eterno» el de la acción por la acción, la idea de que, cuando no se actúa, se está siendo indeciso o se está escurriendo el bulto. Lectura, reflexión o estudio son así sospechosos. En unas páginas muy provechosas de Los nuevos odres del nacionalismo español, Pablo Batalla explica cómo la propaganda patriótica se está desplazando de los cuadros, libros y películas a los videojuegos. Para asimilar la grandeza del imperio, mejor que mirar un cuadro o ver una película es luchar por el imperio con los mandos del videojuego. Así lo hacen en Polonia, Irán, EEUU o Rusia. Enseguida aquí los adolescentes lucharán contra los aztecas. Actuar y actuar. Esa parece la consigna que se da a las universidades, que repartan instrucciones para actuar. Es cada vez más reparador pasar ratos en las bibliotecas. Porque ahí siguen.