Fracaso escolar, títulos y estadísticas

OPINIÓN

María Pedreda

23 nov 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Junto a la mezquindad política, si algo lastra las reformas y los debates sobre la educación en España es la confusión entre el fracaso escolar y los suspensos o repeticiones de curso. El éxito no reside en la obtención de un diploma sino en haber adquirido los conocimientos y las competencias necesarias.

Los cursos de el covid debieron servir para hacer reflexionar a padres educadores y políticos, pero no parece que haya sido así. En el curso 2019-2020 las clases se interrumpieron en marzo, sin que los centros de enseñanza, los estudiantes o las familias estuviesen preparados para suplirlas. Todos fuimos conscientes de que se había hecho lo que se había podido, pero que no había sido un curso normal y no se debía perjudicar a los alumnos, por lo que se establecieron sistemas de evaluación muy laxos y las calificaciones subieron notablemente. Por arte de birlibirloque, desapareció el fracaso escolar. Casi no hubo suspensos y las notas fueron altas.

Como consecuencia del gran número de aprobados en las pruebas de acceso a la universidad, en el 2020-2021 tuve casi un centenar de alumnos en primero del doble grado en Historia e Historia del Arte, no solo eso ¡la nota de corte había sido superior al 8! Lo comenté, quizá con un poco de ironía, con colegas y amigos, nunca había tenido tantos alumnos y tan notables. No tardé en descubrir que lo verdaderamente notable era el elevado porcentaje que no sabía siquiera expresarse con corrección en español, que no haya equívocos, tampoco en cualquier otro idioma. Es cierto que las notas son ahora engañosas, el máximo en lo que llaman «evau» no es ya un 10 sino un 14, pero no fui capaz de percibir el desastre hasta que lo viví. Como es lógico, aumentaron los suspensos en la mayoría de las asignaturas y, con ellos, el abandono prematuro de la carrera. Lo único bueno que dejó la epidemia es la revalorización de la figura del profesor, todo el mundo los reclamó tras unos meses de ausencia, ya nadie sostiene que puedan ser sustituidos por televisores u ordenadores.

Cualquier lector atento se habrá preguntado cómo es posible que, tantos años después de haberse implantado en nuestro país el sistema de Bolonia, haya grupos de un centenar de alumnos en la universidad. La respuesta es fácil, una de las características de las reformas educativas españolas es que cambian los nombres de todo sin necesidad de que se modifique su esencia. Establecer grupos de 20 o 25 alumnos y aplicar correctamente los créditos ECTS implicaba aumentar el número de profesores, si la reforma se limitaba a cambiar el nombre de aquellos, pero se los seguía equiparando a 10 horas de clase presencial, y se mantenían grupos de gran tamaño, pero se obligaba a los profesores a elaborar unas «guías docentes» cargadas de literatura e imposibles de aplicar, la cosa resultaba mucho más barata. Creció el gasto en una plaga de agencias y acreditadores de títulos, centros y personas, también el tiempo que debían emplear los docentes en redactar documentos de utilidad discutible y en participar en reuniones de una multitud de comisiones, pero eso seguía siendo mucho más barato que contratar profesores.

Un buen ejemplo de cómo se moderniza la enseñanza en España es lo que un periódico denominaba este sábado «bilingüismo fake», no se refería al de las comunidades autónomas con dos idiomas oficiales, sino al del idioma propio, sea español u otro, y el inglés. Por decreto, en varias comunidades se obligó o incentivó a profesores que no la dominaban a impartir sus clases en esa lengua a alumnos que tampoco la entendían, el resultado fue, en el mejor de los casos, una mejora en el conocimiento del inglés, o del espanglish, pero un empeoramiento en todas las demás materias. A los políticos de turno no se les ocurrió que lo primero debería ser formar a los profesores y estudiar con seriedad cómo establecer el bilingüismo de manera progresiva, es mucho más barato acudir al boletín y convocar una rueda de prensa. Algo parecido sucede con la cateta exaltación de la informática, un instrumento imprescindible, como saber leer y escribir, pero que por sí mismo no otorga la sabiduría y que mal utilizado provoca efectos secundarios bastante dañinos.

No es discutible que profesoras y profesores debemos motivar antes de castigar, pero el suspenso no es un castigo, sino la constatación, tras un proceso de evaluación, de que no se ha alcanzado el nivel de competencia necesario en una materia. Regalar títulos y diplomas no acaba con el fracaso escolar, no reduce las desigualdades, porque el título solo certifica que una persona ha tenido determinada formación que lo habilita para hacer algo. Si se concede el título de ESO a analfabetos funcionales se convertirá en un papel inútil, que no se valorará por ninguna empresa o centro educativo, lo mismo sucede si se degrada el de bachillerato o los universitarios, de grado, máster o doctorado.

Es cierto que el origen social supone una dificultad añadida para quienes proceden de familias con pocos ingresos, en las que no hay libros ni recursos informáticos y los padres ni han podido legar un buen conocimiento del idioma ni tienen la formación necesaria para apoyar a sus hijos en su aprendizaje y tampoco dinero para pagar clases particulares, pero eso no se soluciona con el engaño sino con medios en el aula y profesores de apoyo.

Quizá no haya que dramatizar con la promoción de alumnos con materias suspensas en la ESO, pero sorprende que en la nueva ley se diga que pasarán de curso «cuando el equipo docente considere que la naturaleza de las materias no superadas le permita seguir con éxito el curso siguiente» y se añada que «en todo caso promocionarán quienes [...] tengan evaluación negativa en una o dos materias». Es decir, que pueden haber obtenido un aprobado raspado, incluso caritativo, en cinco y suspender dos, sin que el equipo docente tenga nada que decir. Más razonable es lo del bachillerato, donde el suspenso solo puede ser uno en el conjunto de los dos años y esa materia se aprobará por un sistema de compensación similar al de las universidades.

El aprobado por compensación tiene sus vicios. En la universidad de León hay ahora un reglamento más restrictivo, se limita a una asignatura para los cuatro años de la carrera, se excluye el trabajo de fin de grado y se exige que el alumno se haya presentado al menos tres veces a los exámenes y en dos no haya obtenido una calificación inferior a 1, pero en el pasado fue más laxo y el problema es que hay alumnos que, desde el inicio de los estudios, deciden que dejarán una asignatura difícil para compensación. Eso afecta a su formación y el tribunal de compensación solo lo corrige parcialmente. En cualquier caso, dado el elevado número de asignaturas que tiene cualquier grado, es un mal menor y puede evitar situaciones anómalas, incluso injustas.

El aprobado universal, no digamos el sobresaliente, es injusto y antipedagógico, desestimula a los alumnos brillantes y engaña a los que tiene más dificultades. Convertir el estudio en algo atractivo no puede suponer eliminar el esfuerzo, mal se educa a la infancia y a la juventud si se les inculca que es innecesario. Para adquirir competencias son necesarios los conocimientos y el estímulo del trabajo personal no tiene que impedir que se ejercite la memoria. Lo importante no son las estadísticas de aprobados, suspensos y repetidores sino los resultados, los conocimientos y competencias que realmente adquieren los estudiantes. Entran en juego muchos intereses corporativos y económicos, pero, para que sean óptimos, probablemente sean necesarias menos asignaturas en todos los niveles de la enseñanza, seleccionar las realmente importantes, y, sobre todo, más profesores, más medios y menos burocracia.