Aquellas infancias ovetenses: buscando el sol en Barrios de Luna

Emilio J. Cepeda

OPINIÓN

Panorámica actual del Embalse de Barrios de Luna desde el área de descanso de la AP-66
Panorámica actual del Embalse de Barrios de Luna desde el área de descanso de la AP-66

29 nov 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Uno de los temas de conversación favoritos de la humanidad es, sin duda, el del tiempo y clima. Que no son lo mismo. El tiempo se refiere a las condiciones de la atmósfera en un determinado lugar y momento y el clima se refiere a la sucesión de tipos de tiempo durante un periodo de años. Mínimo, treinta. Aclarado esto, hay que decir que los asturianos somos grandes expertos en tiempo y clima, y los disfrutamos y sufrimos a partes iguales. Por ejemplo, en los meses de agosto cuando, en plenas vacaciones y con ganas de aire libre, nos encontramos con que a un día soleado le suceden tres o cuatro jornadas en las que las nubes y la bruma parecen eternas, y el orbayu no da tregua. Pues bien, una de las soluciones clásicas para huir de nuestra humedad asturiana y partir en busca del sol siempre ha sido cruzar la cordillera e ir a «secar» a León, al calor castellano.

Curiosamente, desde allí se realiza el camino contrario: los leoneses, ávidos del frescor asturiano y la cercanía del mar, suben a disfrutar de las playas, buena parte de ellos a Gijón, dada la facilidad de acceso. Se trata de un movimiento pendular, casi una especie de ‘trashumancia’ humana, desde hace décadas. No es este un fenómeno extraño o exclusivo de Asturias, sucede en otros lugares y alguno me toca de cerca: muchas personas del País Vasco, principalmente de San Sebastián y su provincia, acuden al sur de Navarra buscando el sol y el clima seco del Valle del Ebro; y, a la vez, muchos navarros acuden a Euskadi en busca del mar Cantábrico.

Pues bien, en la época de la que hablamos, aquellas infancias ovetenses de finales de los 80, las preferencias asturianas pasaban por los sempiternos clásicos leoneses: como Boñar, justo al pie del Macizo Asturiano, o poblaciones algo más lejanas, más allá de la capital, como Villamañán y Valencia de Don Juan, nombre este que me sugería una especie de elegante dandi levantino. Dichos destinos me suenan de oídas. Aunque suene raro en un asturiano, nunca los he visitado. Nuestro plan familiar para los días grises de verano era otro, más allá de las vacaciones en Alicante o los domingos en Salinas: ir y volver en el día al pantano (o embalse) de Barrios de Luna.

El viaje se realizaba a través de la que es, cronológicamente, la segunda autopista asturiana: la AP-66, popularmente llamada del Huerna. Si la primera, la ‘Y’, supuso una revolución en el transporte central de la región, la del Huerna, inaugurada en 1983, significó algo aún mayor: permitió atravesar la muralla natural que es el Macizo Asturiano y conectar en poco más de una hora Oviedo y la Meseta, y puso fin al aislamiento de Asturias y a aquellos interminables serpenteos por el Puerto de Pajares detrás de un camión a 40 km/h. Las cuestas payariegas quedaron para los románticos o los puristas, que los hay... o para los que no quieran rascarse el bolsillo, claro, puesto que el coste del peaje (que si nadie lo remedia vamos a seguir pagando hasta 2050) nunca ha sido barato. Pues bien, un gris domingo cualquiera de agosto, y con ganas de cielo azul, cogíamos el Seat 127 y emprendíamos el camino.

Antes de llegar a la autopista debíamos atravesar diferentes zonas de Oviedo. La que más me llamaba la atención era la llamada Ronda Sur. Además de tenerla asociada a la propia autopista del Huerna porque la inauguraron en la misma época, también la conocía porque, cuando nevaba, los niños que vivíamos en la zona de Juan Escalante de Mendoza solíamos acudir a sus márgenes a deslizarnos sobre la nieve, casi hasta el borde de la carretera. Completaba una especie de ronda interior de Oviedo que, de forma casi circular, ejerce de conexión entre las carreteras principales que confluyen en la ciudad. Partiendo desde la Glorieta de la Cruz Roja, en la entrada de la Y y, en sentido horario, el eje estaría formado por las calles: Adelantado de la Florida - Ronda Sur - Muñoz Degraín - González Besada/Padre Vinjoy - Hermanos Pidal - Avenida Santander - General Elorza, y vuelta a la Glorieta.

Pese a las buenas intenciones de canalizar el tránsito rodado, la Ronda Sur provocó desde un primer momento un efecto barrera que dejó aislados a barrios como Otero o Villafría, que además soportan las consiguientes molestias por tráfico, ruido y contaminación. Este impacto se ha visto acentuado con los años por el desarrollo urbano en su margen occidental y las nuevas edificaciones, fruto del terreno liberado por la desaparición de la vía del ferrocarril Vasco-Asturiano y sus talleres, en la misma zona donde nos deslizábamos sobre la nieve en los años 80.

Pues bien, desde la ronda, seguíamos parte de ese eje circular dejando a la izquierda el barrio de Otero y sus torres, primero, y el de San Lázaro, después; de ahí, atravesando las calles Muñoz Degraín y su prolongación en González Besada, llegábamos ya a la plaza de Castilla, en origen el acceso principal y casi único al Huerna y donde comenzaba la (de momento) autovía.

La primera parte del recorrido no ofrecía grandes distracciones a un niño de aquellos años. Quizá alguna cueva excavada en la roca o la central térmica de Soto de Ribera podían llamar algo la atención, pero la animación no comenzaba hasta la zona de túneles. El trazado discurre por gran parte del Valle del Caudal, paralelo al río y cercano a Mieres (de aquella aún sin los túneles del Padrún), y continúa luego hasta Pola de Lena por la vega del río que da nombre a la localidad. Desde allí, en pocos kilómetros, se anunciaba la última salida sin peaje, hacia Pajares y Campomanes, y la autovía se convertía en autopista.

La AP-66 fluye entre la complicada orografía salvando diferentes desniveles. En la zona asturiana, en poco más de 20 kilómetros se eleva desde los 350 metros de altura en Campomanes hasta un máximo de 1.200 metros. Hacia León, el descenso es menos acusado y tropieza con el escalón de la Meseta, en torno a los 800-900 metros sobre el nivel del mar. Los oídos notan y sufren el cambio en la presión atmosférica y suelen taponarse al bajar, sobre todo en dirección a Asturias.

Como decía, la animación infantil de la autopista comenzaba en la zona de túneles, aunque hay uno que siempre ha destacado por encima de todos: el túnel del Negrón. Quizá por ser el más largo y por ser el último que hay entre Asturias y León, o quizá por el cambio de tiempo que, en ocasiones, se produce entre un extremo y otro, se convirtió desde su construcción en todo un símbolo. Une las dos vertientes de la cordillera: la norte, la asturiana, la de umbría y barlovento, contra la que chocan las masas de aire húmedo procedentes del mar que se ven obligadas a ascender y dejar todo su agua y verdor; y la sur, por donde las mismas masas descienden ya secas acariciando la vertiente leonesa, la de solana y sotavento, aclarando el cielo y el paisaje. El Negrón, con sus 4.144 metros de longitud, toma su nombre de la montaña que atraviesa por debajo, el Pico Barradal o Negrón, en la divisoria de aguas y frontera física y administrativa entre Asturias y León. Hoy en día todavía me produce cierta emoción entrar en el túnel desde el sur, procedente de Navarra y casi siempre bajo un sol radiante, y salir por el otro lado con las nubes y el verde cartel del Principado de Asturias dando la bienvenida. En aquellos años, aún se utilizaba el mismo túnel en ambos sentidos, puesto que no se desdobló hasta el año 1997, cuando algunos éramos más mayores y ya no íbamos a Barrios de Luna.

Pues bien, pocos kilómetros después del Negrón y ya con el sol en todo lo alto, dejábamos la autopista por el desvío hacia Villablino y Caldas de Luna y desembocábamos en la carretera CL-626, bastante deteriorada en aquella época. Desde allí, aún restaba avanzar unos kilómetros, ya a la vista del pantano y de esa magna obra de la ingeniería que es el Puente Ingeniero Carlos Fernández Casado. El puente salva uno de los valles ocupados por las lenguas de agua del embalse y era muy conocido en aquella época por un anuncio televisivo de la petrolera Campsa en el que un caballo negro lo atravesaba al galope.

Finalmente, y siguiendo siempre dirección sur, aparcábamos el coche en un pequeño terreno que formaba la prolongación de la carretera en el exterior de una curva hacia la izquierda. Sólo quedaba descender unos metros hacia el agua por un terreno plagado de arbustos y pequeños matorrales que, en aquellos tiempos, y dado el nivel del embalse, descendía en suave talud y formaba una pequeña planicie que permitía instalar el kit de dominguero: sombrilla, mesa, comida y juguetes y utensilios varios. Alguna vez nos acompañaba una perra de raza dóberman, que sufría fobia a viajar en coche y ladraba sin parar durante todo el trayecto pero que en el embalse la gozaba. De hecho, era la que más disfrutaba del agua, puesto que no recuerdo el baño allí como algo demasiado placentero. Al contrario, siempre tuve algo de miedo. Si bien la inclinación era leve y se formaba en la orilla una especie de 'playa', el firme no dejaba de ser fangoso, y requería proteger los pies con aquellas clásicas sandalias de plástico cuya hebilla de hierro se tatuaba en la piel y que hacían muy difícil nadar en condiciones.

Lo que no conocía de aquella era el origen del pantano. Por supuesto, fue inaugurado por Franco quien, además de creerse Caudillo de España por la Gracia de Dios como ponía en las pesetas, tenía debilidad por inaugurarlos. Y Barrios de Luna fue uno de ellos. Aunque, por un lado, permitió poner en regadío miles de hectáreas en la comarca del Páramo, también implicó que varias poblaciones fueran afectadas o desaparecieran bajo las aguas para siempre, aunque no del todo: cuando el nivel descendía, aún podían verse restos de puentes, iglesias, casas y calles, ya enlodados y llenos de tierra pero, igualmente, testigos mudos para siempre de lo que un día fueron pueblos llenos de gente y con niños correteando por sus calles, algo en lo que solía pensar en aquella tierna infancia.

Hoy en día, más de treinta años de sucesiones de tipos de tiempo después y con un clima probablemente distinto (recordemos el principio del artículo), el pantano sigue allí. Sigo viéndolo todos los años de camino a Asturias y siempre hago una parada en el área de descanso cercana desde donde se obtiene una bella perspectiva del embalse y las montañas que lo rodean.

Desde allí y, aunque sea una misión imposible tras décadas de lluvias, sequías y cambios de nivel del agua, sigo intentando reconocer en la orilla opuesta aquel recodo y aquella playa de la que disfrutamos a finales de los años 80.