El «The End»

Miguel-Anxo Murado ESCRITOR Y PERIODISTA

OPINIÓN

Ed

28 nov 2021 . Actualizado a las 10:18 h.

Un pequeño cambio cultural que ha pasado desapercibido es que las películas ya no avisan de que han terminado. Antes el final se certificaba incluso por escrito, con una cartela que decía The End o Fin en el idioma que fuese. Es así como, gracias a los dibujos animados, los niños de mi generación aprendimos esa palabra en checo y en polaco (konec y koniec). Por si no quedaba claro, el compositor reservaba un acorde triunfal en tono mayor, y excepcionalmente en tono menor, para ese plano dedicado en exclusiva a decir «ahí queda eso».

El final se solemnizaba, en gran parte, porque era un aspecto esencial del cine clásico, especialmente del de Hollywood. La cinematografía era un espectáculo de masas y para el pueblo llano la pregunta clave acerca de una película era si «acababa bien» o si «acababa mal», como todo en la vida. El uso actual del neologismo spoiler puede hacer pensar que el miedo a «destripar» las películas, como se dice en realidad en español, es un temor reciente, pero es tan antiguo como el cine. En algunos casos, como por ejemplo en El ratón que rugió, de Arnold (y creo que también en Testigo de cargo, de Wilder), la película llevaba incluso incorporado en las salas un anuncio que suplicaba al público que no contase el final a sus amigos y parientes, lo que reforzaba aún más ese carácter sacral del final cinematográfico. Además de ser una culminación, la conclusión aparecía así revestida del prestigio del secreto.

Luego llegó la televisión y se produjo un fenómeno nuevo: se hizo frecuente ver las películas a medias, algo que en la sala de cine no solía ocurrir. Les pasaba a los niños a los que sus padres mandaban pronto a la cama; a los ancianos que se quedaban fritos viendo la tele; a los adultos que dormían la siesta y se despertaban cuando ya todo había terminado y estaban anunciando brandy Soberano. Entonces era difícil volver a ver la misma película otra vez, así que uno acababa conociendo muchas historias incompletas: películas que no tenían principio o no tenían final. Me pasó a mí con Sospecha, de Hitchcock, en la que, al no dejarme mis padres ver cómo acababa, me quedé con la idea (errónea) de que Cary Grant era un asesino; me pasó con Llegaron a Cordura, de Rossen, en la que, a pesar de la clara advertencia del título, tenía la terca impresión de que a ese paso no iban a llegar nunca a Cordura; me pasó con Casablanca, que dejé con la idea de que Ingrid Bergman se iba a quedar en el bar con Bogart, sirviendo mesas, qué se yo, con un contrato de falsa autónoma.

Con el tiempo, he ido viendo esas películas, algunas muchas veces. No hace falta decir que los finales reales me han parecido mejores que los que se me habían ocurrido a mí de pequeño, pero lo cierto es que me han acompañado durante tanto tiempo que constituyen una solución alternativa que me sigue dando vueltas en la cabeza. Al fin y al cabo, los finales de verdad también son a veces el resultado de un tira y afloja entre directores y productores, y no es infrecuente que se conserven otros, además del que acabó en la copia definitiva. Teléfono rojo, volamos hacia Moscú terminaba originalmente con una pelea a tartazos en vez de con el apocalipsis nuclear. De Vértigo se rodó un final en el que la chica no se cae del campanario.

Y resulta que sí, que en Sospecha Cary Grant era realmente un asesino, como yo pensaba. Porque hasta en este sentido el cine es como la vida, en la que cualquier historia puede acabar bien o mal, y ambas posibilidades coexisten en mundos paralelos durante un tiempo. Hasta que al final, por azar o por necesidad, se impone una de las dos.