La gran involución y sus cinco leyes

OPINIÓN

Sede del Tribunal Constitucional
Sede del Tribunal Constitucional

30 nov 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Si en marzo de 2020 hubiéramos pensado en los escenarios distópicos probables a los que la pandemia nos enfrentaba, sucede que algunos de ellos guardan bastante relación con lo que vivimos hoy día. No tanto, quizá, por el peor resultado posible, que, aun siendo grave la situación, no es el que tenemos, si lo comparamos con las grandes pandemias de la historia o con los ejercicios de fabulación catastrófica de la ciencia-ficción. Pero sí por las cargas de profundidad que la reacción frente a la pandemia va dejando, las minas que va sembrando en los cimientos de lo que somos y esa sensación inquietante de un sistema profundamente horadado. Casi dos años después del inicio de esta tragedia, en efecto, podemos observar que, lejos de hacernos más fuertes, la salud social y democrática, la salud institucional y la del Estado de Derecho, renquean como lo hace la salud física y la propia atención sanitaria, conduciéndonos, sin aparente remisión, a un nuevo esquema de organización del poder y de la relación entre gobernantes y gobernados. En otros países de manera mucho más acusada que en España, aunque, desde luego, aquí no nos libramos de ese ambiente de degradación. Una cuesta abajo que sigue las que, podríamos llamar, cinco leyes de la involución pandémica.

Toda restricción limitada tiende a desbordarse. A lo largo de la pandemia, hemos visto cómo la dinámica de restricciones a libertades y derechos sobrepasaba con facilidad y frecuencia las contenciones que opone el criterio de proporcionalidad, e incluso así se proclamaba públicamente (más vale excederse que quedarse cortos, ha venido a ser el lema, en algunas ocasiones). Así ha sucedido desde el confinamiento estricto inicial, sostenido con niveles de propagación de la enfermedad y ocupación hospitalaria sustancialmente inferiores a los que después hemos tenido (sin apenas reflexión autocrítica sobre la capacidad destructiva de la decisión y su extensión), a imposiciones generales de medidas (sobre la movilidad, el derecho de reunión y manifestación o la vida familiar) que, lejos de aplicarse flexiblemente, se ejecutaron durante meses y vuelven a blandirse como recursos disponibles. La idea, sacrosanta hasta marzo de 2020, de que las limitaciones a derechos fundamentales sólo eran factibles en nuestro sistema de manera quirúrgica, especialmente motivada, siguiendo el procedimiento reglado y con amparo específico de la ley (y no por actos administrativos dictados hasta por la autoridad menos indicada, como hemos visto), prácticamente saltó por los aires. Las consecuencias aún colean, con escasísima sensibilidad a la hora de evaluar los excesos, hasta cierto punto entendibles en el peor momento, pero que exigen un reexamen. Que las restricciones, paradójicamente, se expanden como la mancha de aceite difícil de atajar, por otra parte, lo vemos todos los días, por cierto, en cualquier Administración que expulsa de sus dependencias a los ciudadanos analógicos o los sitúa detrás de barreras o mamparas, o los condena a esperar bajo la lluvia porque se les teme o simplemente molestan. Y no es, ni mucho menos, la peor cara de la repercusión negativa de las medidas tomadas.

Toda disposición de emergencia tiende a perpetuarse. Aunque el problema sea bien distinto (una pandemia que ha descolocado todo, alterado las vidas de casi todos y segado muchas), la disyuntiva no deja de tener elementos comunes con el debate que nos ha venido ocupando durante los últimos veinte años en las sociedades abiertas (o que antes eran abiertas). El dilema, contrariamente a lo repetidamente invocado, no ha estado tanto entre economía y salud, sino entre libertad y seguridad, algo nos resulta mucho más familiar. Apostando prácticamente todo a la segunda y temiendo, despreciando o desfigurando la primera, el debate sobre el instrumento jurídico empleado ha sido secundario. Lo importante, a la postre, es que el entorno de excepcionalidad justifique leyes de alerta, emergencia o crisis, superando con mucho la vocación originaria de tasar las situaciones (los estados de alarma, excepción y sitio contemplados en la Constitución) y sustituyéndolas por normativa profusa, ininteligible para el ciudadano medio, tremendamente invasiva, desproporcionada y muchas veces sin rango legal o sin respetar la idea (hoy casi ingenua, se diría) de que sólo por ley orgánica se modulan y delimitan los derechos fundamentales. En el caso de España, a lomos de los recursos que han deparado las declaraciones de inconstitucionalidad de ciertos aspectos de los reales decretos de los estados de alarma, no deja de ser significativa la conclusión común alcanzada, verdaderamente contraproducente: para muchas restricciones establecidas con carácter general ya se prescinde de la declaración de estados de crisis contemplados en la Carta Magna (basta invocar la legislación de salud pública y, de momento, la autorización judicial); y, cuando haya en el futuro (ojalá no sea más que una hipótesis) una situación análoga a la de marzo de 2020, en lugar de pensar si debe aplicarse la misma receta, se declarará el primer estado de excepción de nuestra historia democrática, con consecuencias impredecibles. También veremos, al tiempo, como en situaciones de crisis de carácter no sanitario (pensemos en oleadas migratorias o episodios como los vividos en Ceuta este verano) o incluso de crisis medioambientales, se hará uso de estados de crisis o declaraciones parejas. Polonia ya lo hace con la crisis de refugiados en la frontera con Bielorrusia (con apoyo comunitario, casi nadie se pregunta por el destino de los desgraciados que se agolpan al otro lado); y la técnica del confinamiento obligatorio se ha usado en Nueva Delhi para atajar episodios extremos de contaminación, que ya no son infrecuentes. 

Toda sociedad reprimida tiende a conformarse a la nueva situación. Sea por asunción de lo que se entiende deber y responsabilidad, sea por legítimo miedo a la enfermedad y sus consecuencias, sea por capacidad adaptativa frente a lo que no se puede combatir (pues vivir materialmente al margen de las restricciones, o apenas notarlas, está al alcance sólo de unos pocos, normalmente sobre el pedestal de una situación económica privilegiada), empezamos a olvidarnos de la etapa en la que los poderes públicos se sometían a limitaciones sustanciales, aceptando un entorno de crisis perenne e imposiciones duras. Las restricciones, de hecho, comienzan a formar parte de nuestro acervo cultural, no digamos ya en la población infantil a la que el sistema forma en su condición de agentes de contagio tanto como en la de educandos, y para los que no hay apenas recuerdo del mundo de ayer. El amplísimo respaldo a las medidas, que, de hecho, se demandan en amplias capas de población por encima y por delante de las que ya están vigentes (sobre todo entre las generaciones se sienten amenazadas su salud por su vulnerabilidad), y la asunción colectiva desde el inicio de que para salir de esta no es necesario batirse el cobre (basta con quedarse en casa y cumplir), es otro ejemplo. Los derechos civiles, la intimidad, la privacidad, la posibilidad de perderse sin que te registren en un listado, te localicen o te identifiquen, son rarezas o artículos de lujo. La interiorización de que puedes ser rastreado, testado, cribado, examinado, interrogado o retenido por razones administrativas (sin las clásicas garantías procesales, una antigualla), esa sí que ha venido para quedarse, con amplio respaldo y conformidad paciente, aunque en no pocas ocasiones los controles sean ineficaces, redundantes o lleven a situaciones abusivas. Y gracias a las salvaguardas pre-pandemia (hoy sería impensable que se volviese a aprobar una norma con el estándar protector del Reglamento General de Protección de Datos de la Unión Europea, por ejemplo) aún no estamos al nivel del control por reconocimiento facial, la clasificación social por el grado de observancia de la norma sanitaria o la geolocalización obligatoria, al estilo asiático; pero el caldo de cultivo es, desde luego, muy propicio para ello, porque una parte importante de la sociedad lo consiente o incluso lo desea para todos.

Todo dirigente que ejerce un poder excepcional tiende a considerarlo ordinario. En las autocracias o sistemas que, de raíz, tienen el sesgo autoritario, este aserto va de suyo. Pero la novedad de este cambio de paradigma que vivimos es que, pese a las críticas públicas a las mal llamadas democracias iliberales, a la primera crisis grave nos aproximamos a ellas rápidamente. Así, hemos visto la perpetuación de la legislación de urgencia, la consideración de los controles al poder ejecutivo como una molestia ineficaz y el incremento de testosterona discursiva. Se encumbra una nueva épica del control, en la que muchos responsables públicos se encuentran evidentemente cómodos. La inicial retórica de guerra, del «no nos temblará la mano» (de vieja resonancia en nuestra historia nacional, por cierto), tiene ahora nuevas modalidades, como la que pasa por criticar cualquier revés judicial («tenemos un problema con los jueces» profieren algunos presidentes autonómicos) de manera que poco tiene que envidiar al aroma autoritario de los denostados dirigentes de la Europa Oriental. El otro ejemplo más crudo es el mensaje dirigido al sector de población que se considera «no cooperativo», como estamos viendo en los mensajes cada vez más agresivos hacia la población no vacunada, incluso en casos (como es en buena medida el de España) en el que este fenómeno es casi anecdótico y, probablemente, menos lesivo en el control de la enfermedad. Es una propensión preocupante, porque de la interiorización de la limitación del poder que se ejerce, de la diferencia entre la autoridad ganada y el autoritarismo ejercido, de la sensibilidad en el uso de las palabras que se dirigen hacia una ciudadanía confusa y temerosa, depende el tono democrático y el respeto efectivo hacia las libertades.

Toda discriminación de nuevo cuño tiende a normalizarse. Así ha sido el caso en la pandemia con el trato hacia la población institucionalizada, alojada en residencias o hacia los niños. Admitimos acríticamente, o con un volumen de protesta apenas audible, una situación de sujeción especial, desproporcionada, y con un daño mayúsculo para las personas mayores en las residencias, durante largos meses, y todavía no se libran de restricciones episódicas. Asumimos, en el otro extremo de edad, que los colegios sean reductos sometidos a un nivel de limitaciones mucho más severo que en otros ámbitos, bajo nuestro temor a las personas aún no vacunadas, preocupándonos menos su salud que la del resto de la población que pueda resultar afectada por su potencial de contagio; de hecho les sometemos a un duro régimen de cuarentenas, pruebas forzosas, y, en días como estos, «disconfort térmico» (por calificar amablemente lo que es un trato inhumano, que eso es permanecer cinco horas inmóvil en ventilación cruzada soportando humedad y corriente continua a muy baja temperatura) que los adultos no soportamos ni soportaríamos. Sin embargo, lo incorporamos mansamente a nuestro paisaje diario, aunque la raíz discriminatoria hacia esa población, que pinta menos, sea evidente. Lo que se suma a la discriminación inmunológica que despliega velozmente sus efectos, convirtiendo el pasaporte Covid-19, que se diseñó pensando en la movilidad entre países de la Unión Europea como un instrumento para «facilitar el ejercicio, por sus titulares, de su derecho a la libre circulación durante la pandemia» (como reza el artículo 1 del Reglamento UE 2021/953, que lo regula), en una herramienta de segregación generalizada, que no parece tener límite en sus potenciales usos, sin apoyatura legal solvente; y que ahora la mayoría vacunada pensamos que no nos afecta, pero veremos cómo nos concierne cuando nos sitúen ante los refuerzos vacunales periódicos, haya o no consenso científico que lo respalde y a pesar de que la desigualdad en la distribución de las vacunas siga causando estragos globalmente (la tasa de inmunización es del 69% en Estados Unidos, del 70% en Europa y del 7% en el continente africano).

En este momento, un tanto desesperado (ya nos las prometíamos felices y las cosas se vuelven a torcer), estamos ante senderos pandémicos que se bifurcan. Consideremos que el modelo que sigamos, si la situación se prolonga, determinará por mucho tiempo la manera en que viviremos y conviviremos; y pensemos que, si algo así se repite en el futuro (y no digamos si la enfermedad que lo cause es más letal), tomaremos como referencia las decisiones de esta etapa. Podemos tratar de aprender de lo vivido y no renunciar al corazón de nuestro sistema democrático, que es la preservación de los derechos civiles fundamentales, la apuesta por la concienzuda proporcionalidad de las medidas restrictivas de derechos y la limitación del poder, también, desde luego, en situaciones de crisis. O, espoleados por el comprensible miedo, podemos terminar de entregarnos a una deriva de difícil retorno, incompatible con una democracia digna de tal nombre: una deformación del sistema de libertades que nos dimos, hasta el punto de hacerlo irreconocible e irremisiblemente devaluado.