Gafapastas arrepentidos

OPINIÓN

Discoteca en Ibiza.Discoteca en Ibiza
Discoteca en Ibiza Pixabay

02 dic 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Somos muchos los que no entendemos el éxito del reguetón. Por muchos artículos que lea sobre ello, algunos bastante ridículos, lo cierto es que no logro entenderlo. Hablando en plata, considero el reguetón un detrito musical. Esto es mi opinión, claro, para otros es poco menos que el nuevo punk, como si el punk hubiera dejado de existir, y es la música urbana que toca por la época que vivimos, igual que en los años setenta del siglo pasado era otra. El que en aquellos años se escuchara a Black SabbathVillage People, The Police o Las Grecas, es indiferente para ellos. El que fuera poco probable entrar en una tienda de ropa y que te estuvieran atronando antes de poner un pie en ella con el «Paranoid» de Black Sabbath tampoco tiene importancia. En cualquier caso, lo cierto es que no suelo escuchar reguetón por mí mismo, pero tengo que escucharlo porque es algo omnipresente. El ritmo atún-con-pan, atún-con-pan es constante cuando vas por la calle. 

Por si fuera poco, resulta que si no te agrada ese tipo de música, eres clasista. Y racista. Da igual que toda la música que escuches sea de la Motown, que seas más pobre que las ratas o que Chuck D. sea tu ídolo. Detrás de estas acusaciones de clasismo se esconde gente que gana bastante más de lo que gana el que esto escribe. Y con algún complejo, con algo de culpa, quizá, sienten la necesidad de estar con quienes creen estar: con la chusma. 

He intentado explicarlo en mis columnas a menudo. Entiendo  que hay músicas que tienen claro de dónde vienen, y quiénes han sido su público al menos en sus inicios. Una de las grandezas de la música popular es que personas de origen humilde puedan hacer que millones de personas se sientan identificadas con un intérprete o una banda. El heavy metal no nació en un conservatorio. Los miembros de Judas Priest o Black Sabbath son de origen obrero. Crecieron en el Black Country inglés, rodeados de carbón, acerías y fundiciones. No se me ocurriría tachar de clasista a quien no le gusten estas bandas o el heavy metal. El clasismo solo existiría si tacháramos de repugnante un tipo de música por la clase social de sus intérpretes o por dónde nació el género. 

Entre tanto enfant terrible cerca de la cincuentena alumbrando a la chusma, en cambio, hay un clasismo repugnante. Un clasismo que está convencido de que los pobres deben escuchar lo que a ellos se les plante en las narices, pues los pobres no tienen hecho el oído para algo más sofisticado. Que los pobres solo responden a los impulsos más primarios, y que salirse de ahí es mero esnobismo, ganas de engañar al personal.  Abandonar el lugar que los genes y la economía te tienen reservado por nacimiento, y lo que es peor, hacer que se note que eres un intruso, es una afrenta. A los pobres es mejor tenerlos rebozados en la mediocridad. Déjalos, son felices así.

Periódicamente, gafapastas arrepentidos deciden hacer un safari por ignotos territorios poblados por la chusma. Salen de las tierras salvajes convencidos de que han aprendido algo que deben compartir con los demás: han visto a las especies autóctonas haciendo cabriolas, y aunque no pueden asegurar con rotundidad que tienen alma, están seguros de que están en el lugar que les corresponde. No está hecha la miel para la boca del asno, ya saben.