Reserva espiritual de la nación

OPINIÓN

Manifestación contra la ley mordaza, en una imagen de archivo.
Manifestación contra la ley mordaza, en una imagen de archivo. Paco Rodríguez

14 dic 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Desde la última semana de noviembre se han sucedido distintas movilizaciones protagonizadas por los sindicatos policiales en contra de los planes del Gobierno de promover la modificación de la Ley Orgánica 4/2015, de Protección de la Seguridad Ciudadana. Los motivos del malestar policial pasan, dicho de forma resumida, por cuestiones como la supresión de la autorización previa para la difusión de imágenes de los policías en el desarrollo de una intervención; el uso de medios menos lesivos como material antidisturbios (para evitar el uso de pelotas de goma); la reducción del tiempo de retención para la identificación (de 6 a 2 horas); el carácter no sancionable de las manifestaciones no comunicadas; la consideración de  la capacidad económica del sancionado en la fijación de las multas (que consideran menos disuasoria); que se establezcan requisitos adicionales para evitar cacheos denigrantes; o que la presunción de veracidad del atestado policial requiera que los hechos consignados en él sean coherentes, lógicos y razonales. Rápidamente, los partidos de derechas se han sumado a las distintas concentraciones y manifestaciones, que vienen a lanzar el mensaje de que el Gobierno desprotege a los agentes en el ejercicio de su función y compromete la seguridad pública. A partir de ahí, el contenido de la movilización policial da lugar a toda una serie de derivadas, que acaban ensombreciendo el motivo de la protesta, para convertirse en una suerte de reivindicación ideológica, con buena dosis de exaltación nacional, frente a un Gobierno hacia el que los promotores de la protesta muestran un abierta hostilidad.

El juego de las percepciones falibles al que se acude en este tipo de controversias es especialmente delicado porque el material es muy sensible. Primeramente, la idea de que vivimos en un entorno de grave inseguridad ciudadana, donde es necesario dotar de especialísimas prerrogativas a los agentes, no se corresponde con los datos (cosa distinta habría que decir si hablásemos de la rampante inseguridad cibernética). En efecto, España es uno de los países más seguros de Europa, según los datos de la Oficina Europea de Estadística (Eurostat), ya que no ocupa ningún puesto destacado en las clasificaciones de los principales tipos de crímenes como homicidios, violaciones o robos, en la comparación con los distintos países del continente. En datos de marzo de 2019, España se encuentra entre los países con una menor tasa de homicidios intencionados, en el puesto 33º de los 40 países estudiados por Eurostat, con una tasa de 0,48 homicidios por cada 100.000 habitantes. Países vecinos como Francia tienen una tasa de homicidios de 1,31, en Italia es 0,67 y en Alemania de 0,91. En cuanto a las agresiones (ataques intencionados que causen serias heridas en una persona), España ocupa una posición intermedia entre los países europeos con una tasa de agresiones de 37,2 por cada 100.000 habitantes, una cifra que es similar en la mayoría de estos países. Los países con más agresiones son Reino Unido (799 agresiones por cada 100.000 habitantes), Bélgica (603) o Luxemburgo (494). También en materia de robos y atracos, España se encuentra en uno de los puestos más seguros del ranking europeo, con una tasa de robos que afecta a 351,1 de cada cien mil personas. Los países más inseguros en cuanto a robos son Dinamarca (3.951 casos), Suecia (3.810), Países Bajos (3.219) y Reino Unido (2.286). Eurostat también muestra los datos de violencia sexual en cada uno de los países, constatándose que en España hay 2,69 casos por cada 100.000 habitantes y se sitúa en el puesto 27 de los 39 países estudiados, muy lejos de Suecia (179), Irlanda (171) y Reino Unido (149). Sin restar importancia al nivel de delincuencia y sus efectos (sin duda dramáticos para quien los padece, en los casos más grave), la sensación de inseguridad es en buena medida inducida, y la sensación de que las calles son espacios de vulnerabilidad frente al delito no se compadece con la realidad en la mayoría de los casos. Esto no es fruto de la legislación de seguridad ciudadana, tiene causas mucho más profundas que hablan bien de la sociedad española y del nivel de respeto mutuo, y no está en riesgo por elevar tímidamente el estándar de garantías para las personas en cualquier contexto de protesta ciudadana o de sometimiento a intervenciones policiales. Aunque desgraciadamente nos hemos acostumbrado a vivir en un entorno de emergencia permanente (uno de los legados envenenados de la respuesta institucional a la crisis sanitaria) y una parte la ciudadanía considere habitual la renuncia a ciertos derechos o acepte mansamente la sobrevigilancia, no vivimos en un estado de inseguridad ciudadana que justifique facultades policiales desproporcionadas. El hashtag #Espanasegura de la movilización policial, al que en abstracto es difícil no adherirse, es, por ello, sesgado, parcial y tramposo.

Por otro lado, la percepción de la adhesión y respeto a la función policial, y esto es sin duda positivo, es probablemente más favorable en España que en otros países donde la crisis de confianza alcanza también a las fuerzas de seguridad. Ahora bien, eso debe ser acicate para un ejercicio profesional, proporcionado y respetuoso de las facultades otorgadas, singularmente el uso de la fuerza. Y, por otra parte, no debe impedir cuestionar la orientación de determinadas medidas incluidas en la legislación en la materia, que ponen bajo sospecha y sofocan la movilización ciudadana o el ejercicio de la libertad de información en el marco de reivindicaciones sociales (no por nada se le ha denominado «Ley Mordaza»; precisamente lo que pretende corregir, en parte, la reforma en ciernes, para conseguir que la calle sea no sólo lugar de consumo de bienes y servicios (como algunos preconizan) sino también espacio público para la expresión ciudadana. Quizá esa valoración positiva lo sea, sobre todo, en términos comparativos con otras instituciones, pues algún daño ha hecho colocar en estos meses a las fuerzas de seguridad en primera línea del cumplimiento de la normativa sanitaria en época pandémica, convirtiendo un problema de salud público en uno de orden público (y esto, evidentemente, no es decisión de los agentes). Las cifras del propio Ministerio del Interior no son pequeñas: 1.142.127 multas en el primer estado de alarma (para resultar finalmente nulas de pleno Derecho, a raíz de la declaración de inconstitucionalidad del Real Decreto 463/2020) y al menos 220.296 en el segundo estado de alarma. Y unas 8.000 detenciones, que se dice pronto. Por no hablar de la panoplia sancionadora desplegada progresivamente por las Comunidades Autónomas (por fortuna, Asturias no se incluye entre las que han aprobado draconianas normas sancionadoras, sin que ello haya supuesto una peor respuesta a la pandemia); sanciones aplicadas también con auxilio de las fuerzas de seguridad. Un desgaste en toda regla que nos habla más de una excesiva presión securitaria instada desde los poderes públicos que de una actitud de incumplimiento de la población que, y aquí sí hay un razonable consenso, ha tragado hasta ahora pacíficamente con las restricciones de manera abrumadoramente mayoritaria, entre la responsabilidad, la resignación y la docilidad.

Lo peor que le puede pasar a las fuerzas y cuerpos de seguridad de España, más allá de la discusión sobre la adecuación de la modificación legislativa que se prepara, es su identificación con una bandería política. Así está sucediendo, sin embargo, en nuestro país, prestándose a ello los protagonistas, aparentemente con agrado sindical. Y eso es cosa bien distinta de la legítima discusión sobre las condiciones laborales y salariales. Si se sitúa a los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad como reserva espiritual y quintaesencia de los valores nacionales, ya no hablamos entonces de la misión de proteger las libertades del conjunto de la sociedad, sino de la protección prioritaria de los propios agentes, como un fin en sí mismo. Por otra parte, no hay ninguna sublimación nacional ni compromiso con la causa común que ensombrezca a la de otros sectores, porque desde cada ámbito se realiza la aportación colectiva; ya sea quien preste servicio público o quien contribuya a sostenerlo, si las circunstancias y capacidades lo permiten. Es también servidor nacional, por lo tanto, el abogado que cuestiona una actuación policial que entiende inadecuada, en defensa de su cliente; el periodista que graba y reporta un intervención desproporcionada; o el activista que trabaja para supervisar que el ejercicio de la función policial, capital para la preservación de los derechos y libertades de todos, se realice de la manera más adecuada posible a ese fin.