Institucionalizados

OPINIÓN

Uso del certificado covid en Milán
Uso del certificado covid en Milán Jessica Pasqualon

27 dic 2021 . Actualizado a las 21:05 h.

De entre las múltiples derivadas y escenarios jamás imaginados que nos viene dejando la pandemia en todo este tiempo, los más curiosos y dignos de estudio son los relativos al comportamiento colectivo ante la enfermedad y las medidas gubernamentales. Ahora que atravesamos una fuerte ola de contagios (con la sensación de que, de esta, no nos libramos), que es un problema sin duda grave pero bien distinto de la primera o la segunda ola, vemos una readaptación de conductas que nos hablan de una población acostumbrada a las restricciones periódicas, que ajusta sus hábitos y toma sus decisiones en función de estas, ya familiarizada con el bando, el boletín y el parte de guerra.

Piensen en el ejemplo de las pruebas de antígenos y el cambio cultural que viene de su mano. Un pensamiento elemental, seguramente antiguo y alejado de la alteración que nos embarga, llevaría a utilizar este recurso de manera comedida, es decir, cuando aparecen síntomas compatibles o uno es contacto estrecho (más de quince minutos de interacción sin mascarilla) de un caso confirmado. Pero estamos en época de exuberancia, en que todo se desborda y, al parecer, es necesario asaltar las farmacias y dejar sin reservas de test para quien verdaderamente los precise, hacerse uno diario o uno previo a cada encuentro o evento (incluso en público), asumiendo una extraña noción de la propia peligrosidad social.

Acabaremos testándonos para bajar a comprar el pan y, como no, exhibiendo en las redes el resultado como muestra de santidad sanitaria; incuso si el resultado es positivo, dando fe de los sufrimientos evitados a terceros, porque el nuevo credo reza que quien contagia es culpable. La intimidad y discreción es un privilegio prepandémico y la rampante moral neovictoriana, que sospecha de la conducta por sistema, así lo exige. La transformación es de raíz porque no proviene, esta vez, de una exigencia normativa directa, sino de la decantación de meses y meses de advertencia desde las autoridades públicas sobre nuestra condición primera de vectores de contagio, prevalente sobre cualquier otra.

La reacción de la minoría no vacunada ante el despliegue del pasaporte Covid, es otro ejemplo. En lugar de cuestionar su utilidad práctica como instrumento de contención de la pandemia (cuando el porcentaje de población no vacunada es además residual) o analizar si la medida es verdaderamente justificada y proporcional; en lugar de evaluar cómo se ha llegado a un carnet de inmunociudadanía partiendo de un certificado inicialmente dirigido a evitar que los países de la Unión Europea impusiesen sus propias formas de restricción de los viajes intracomunitarios (que para eso se creó y para eso se reguló en el Reglamento UE 2021/953); en lugar de poner sobre la mesa los desaparecidos debates sobre los límites del poder del Estado sobre el individuo o cuestionar por qué se busca desesperadamente culpables con que sofocar la ansiedad de esta historia interminable; en lugar, de todo ello, lo que deciden es vacunarse. Nada que objetar, claro (bienvenidos, de hecho), pero revela que en muchos de esos casos la reserva no era ideológica ni personal, ni resultado de una concepción íntima o inexpugnable. Si el sistema lo exige, se le da y punto, en suma. Una retroalimentación en toda regla de las medidas coercitivas, sean estas más o menos acertadas o sensibles.

 La mascarilla obligatoria al aire libre es otro tanto de lo mismo. A estas alturas del partido todos sabemos medir razonablemente y diferenciar entre espacios de riesgo y otros que lo son menos, pero, un poco por representación plástica de que se adoptan medidas (dado el impacto visual de ver en todo momento al personal con ella puesta) y otro poco por desconfianza de las decisiones individuales, aquí la tenemos de vuelta, alentando que la gente se controle recíprocamente. Solución inmediata adoptada masivamente: colocarla en la barbilla para la adaptación a las circunstancias, para dar confort espiritual al que te cruzas aunque estéis a buena distancia (porque alguno cree que se contagia apenas cruzas la mirada) y para evitar la potencial multa o advertencia. Eso sí, la medida da barra libre al espontáneo aprendiz de policía de la virtud (de la misma ralea que el policía de balcón) que te amonestará por no llevarla aunque estés sentado tranquilamente en un banco a dos metros largos de cualquier otra persona en una zona no masificada, descansando de todo un día con ella puesta en el lugar de trabajo.

Para terminar el muestrario de ajustes de la conducta, el ejemplo más doloroso lo tenemos en la determinación individual de anticipar voluntariamente las vacaciones escolares de los hijos, que ha causado furor en los colegios. La decisión, que llevó a un amplio absentismo escolar en los días previos al inicio oficial del periodo no lectivo, se adopta no tanto por el riesgo de contagio en el medio educativo como por reacción a las medidas draconianas que exigen poner en cuarentena aulas enteras por un positivo (pese a la mascarilla obligatoria y pese a que muchas veces el positivo lleva días sin entrar en contacto con sus compañeros antes de su confirmación). Supeditar la obligación de escolarización y el aprendizaje por temor a los efectos de una decisión administrativa (la cuarentena de todo un grupo burbuja durante diez días) nos habla del carácter incontrolable, más allá de lo previsto, de las medidas restrictivas de derechos, y de los efectos perniciosos de determinadas decisiones intrusivas. La situación puede repetirse a la finalización del paréntesis navideño, así que es hora de revisar la medida (más aún cuando ya se despliega la vacunación infantil), y de mirar más a las situaciones en las que se produce el contagio del menor, que quizá no sea tanto el colegio como el entorno familiar.

Suele hablarse de población institucionalizada para referirse a los colectivos que están bajo una especial sujeción de manera continuada, sometiéndose a reglas más estrictas en razón de sus circunstancias. El ejemplo de libro es el del interno de un centro penitenciario que suma años de estancia, se adapta al medio para subsistir y adecua su conducta a los controles y al régimen disciplinario propio de esa situación excepcional. Sin llevarlo a ese extremo, la población residente tiene el riesgo de institucionalización aparejado al régimen de funcionamiento de un establecimiento de este tipo, y lo mismo los menores bajo tutela de la Administración por tiempo prolongado. La institucionalización, que históricamente se perseguía combatir favoreciendo la autonomía personal, va asociada a la adaptación y habituación a esa situación, que acaba viéndose como la normalidad a la que ajustarse, sin cuestionar si más allá de las cuatro esquinas de las reglas impuestas puede haber otra forma de entender las cosas donde uno tenga un margen mayor de decisión. El caso es que cierto grado de institucionalización vamos adquiriendo a medida que pasan los meses, y ya casi llevamos dos años, en esta situación de especial sujeción. Un tiempo oscuro que no lo es sólo por la enfermedad y la muerte, sino también por la forma de reaccionar y acomodarse a una crisis perenne.