María Pedreda

30 dic 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Conozco a una persona que lleva abriendo las puertas con los codos desde abril de 2020. Lleva mascarilla en exteriores, y la llevaba cuando no era obligatorio. Limpia los envases con un poco de agua con lejía cuando vuelve de la compra. Se autoconfina voluntariamente. No está solo. A lo largo de estos casi dos años de pandemia he visto cómo algunos conocidos iban perdiendo parte de su cordura. No es agradable, no sé cómo enfrentarme a ello.

Cuando toda esta pesadilla empezó, en el bloque de enfrente de mi apartamento podía ver cómo unos vecinos, cada vez que volvían del supermercado, tendían las bolsas de la compra en el tendedero exterior durante varias horas. He visto cómo muchas personas hacían caso a todas las ocurrencias que tuviera alguno de los supuestos expertos que han estado ganando un buen dinerito gracias a la pandemia y que han contribuido alegremente a hundir la salud mental de miles de españoles.

En no sé dónde enseñaron a hacer una pantalla protectora para la cara con una botella de plástico. No fueron uno ni dos, durante algunos días pude ver en el transporte público a varias personas que se habían fabricado una pantalla protectora para la cara con una botella de refresco de dos litros cortada por la mitad a lo largo, con los bordes quemados para no rebanarse la piel y con más bien torpes ataduras con alambre para la cabeza. Guantes de nitrilo y de látex eran arrastrados por barandillas, botones de llamada del autobús y todo el mobiliario urbano existente, adquiriendo un color sucio como de orines, lo que tal vez sea incluso peor que el coronavirus

No me interpreten mal, esto ha sido el día a día durante casi dos años para un usuario del transporte público en una gran ciudad. Comprendo el miedo porque lo he visto esculpido en rostros tensos y ojerosos. Las «precauciones» tomadas variaban en función de la histeria proyectada en televisión, y entiendo el miedo, en serio. Teníamos encima toneladas de incertidumbre y la sensación de que el Apocalipsis se nos venía encima. He sido precavido, no he cometido osadías que aumentaran la posibilidad de contagiarme más allá de aquellas a las que me he visto obligado.

Tengo pocos contactos estrechos, siempre los mismos, algo que no difiere mucho de cómo vivía antes de todo esto. A pesar de ello, los meses del estado de alarma se me hicieron duros. Ir sentado en el autobús sin apenas gente, viendo cómo algunos llevan un papelito con el que pulsar el botón de parada, papelito que probablemente ya ha pasado por todas las líneas de autobús existentes, y ver el terror dibujado en sus rostros hacía que se me encogiera el estómago. He visto personas llorando solas en trenes casi a diario, y me preguntaba si habían tenido la desgracia de que el virus se llevara por delante a un ser querido o bien la situación general y el tener que desplazarse a diario por una ciudad muerta les partía el alma como a mí. Quizá, como a mí, la prudencia les impedía ponerse a hablar con una de las pocas personas con las que habían topado. Y luego estaba lo de las ambulancias. 

Vivir cerca de un gran hospital es lo que tiene, que escuchas a las ambulancias subiendo hacia allí a diario. Pero en aquellos primeros meses de 2020 era aterrador. Con las calles vacías y la circulación bajo mínimos, escuchaba ambulancias cada dos por tres, mucho más a menudo que antes, y me preguntaba quién habría sido esta vez. Cuando empezaron a abrir las tiendas y los bares, los muertos empezaron a salpicarnos si es que no lo habían hecho ya. Había muerto Fulanita y había muerto Menganito, y el padre de este otro lleva un mes en el hospital. ¿Recuerdas a esta señora? Pues está muerta. ¿La cocinera de la cafetería de camino al curro? Muerta, con lo joven que era. Los abuelos de tu amiga, muertos. El tío de tu ex, muerto. Hasta en las gradas del fútbol la gente se contaba los muertos unos a otros cuando pude volver al campo. ¿Estamos todos? No, ya no.

Casi dos años después estamos casi todos vacunados. Aunque aumentan los contagios, lo cierto es que no hemos vuelto a esos meses aterradores en los que ir a trabajar se me antojaba como estar viviendo con una soga en el pescuezo esperando a que alguno le diera una palmada al caballo. No me hablen más de que estamos como entonces, por favor. No soy tonto. Esto acabará algún día, más pronto que tarde, y espero y deseo que sea este 2022. No nos hundamos. No estamos en marzo de 2020. Levanten un poco el pie del acelerador, háganse un favor. Viene un nuevo año, que no es poco. Felicítense.