2001, 2021 ....

OPINIÓN

Un robot canta mientras toca el piano durante la Feria Mundial de Robots en Pekín
Un robot canta mientras toca el piano durante la Feria Mundial de Robots en Pekín WU HONG

11 ene 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Mi generación tiene la suerte de asistir a transformaciones aceleradas de primer orden y verlas conformarse ante nuestros propios ojos, la mayoría como testigos de excepción más que como agentes del cambio. Estando aún en lo mejor (o casi) del recorrido, cuando vamos a uno de esos museos que recuerdan cómo se vivía, se trabajaba o se desplazaban las personas en un pasado no tan lejano, muchas de las cosas que se exponen en la vitrina o se recrean nos resultan familiares de nuestra niñez o juventud. Realizamos algún trabajo escolar con máquina de escribir y papel de calco y ahora se aventura que, en unos años, la interconexión neuronal con la inteligencia artificial será una realidad (con sus impredecibles consecuencias, algunas temibles). De los avances de la tecnología para paliar las deficiencias de nuestra naturaleza pasamos en unos años a la especulación sobre la inminencia del «hombre aumentado»: el transhumanismo a la vuelta de la esquina y sin que haya una reflexión ética (y no digamos su plasmación jurídica) suficientemente robusta sobre la cuestión. Asistimos a la popularización de internet desde los tiempos donde no se podía simultanear la conexión y el uso de la línea telefónica, viendo cómo, en pleno optimismo cibernético, se aventuraban multitud de usos benéficos de la acumulación de la información y la hiperconexión; y como, unos años después, a caballo de la manipulación, el oligopolio y la negativa incidencia en la forma de relacionarse de las personas «la web ha perdido el rumbo, hay muchas cosas que han ido mal», en palabras del propio fundador de la world wide web, Tim Werners-Lee. Claro que no nos imaginábamos que íbamos a ver la cancelación de los vuelos supersónicos (desde 2003 en que dejó de operar el Concorde) aunque no de los misiles supersónicos que ahora proliferan; que la carrera espacial no nos llevaría a Marte sino a una patética competición de multimillonarios deseosos de unos minutos de ingravidez (seguidos de sus manidos mensajes laudatorios de la belleza a preservar de la Tierra); o que, en clave local, la conexión ferroviaria con la Meseta seguiría siendo la misma que a finales del XIX, aunque parece que no por mucho tiempo más, y la forma principal de desplazarse entre las ciudades del área central asturiana seguiría siendo el vehículo particular (menudo fracaso hemos cosechado en esto último).

La parte más amarga de ver el tiempo correr, además del propio vértigo en sí, es constatar cómo los sueños de un progreso indefectible y del que dudábamos sobre su intensidad o ritmo, pero no de su segura realización, se desvanecieron completamente. El primer recuerdo político indeleble con el que crecimos fue la alegría de los berlineses al derribar el Muro, y unos años después nuestra pelea era cómo extender la dignidad material, la libertad y la democracia por los rincones del planeta, la otra globalización posible. Sin embargo, a partir de 2001 (si tenemos que poner un momento bisagra, con las Torres Gemelas derrumbándose) y en los años subsiguientes, hemos empezado a comprender que las involuciones son tan posibles y tangibles como las que estamos viviendo. Y no sólo por el hecho de vernos inmersos en una pandemia que se ha querido resolver con métodos medievales (desde el confinamiento y la práctica desaparición de la otrora sagrada «autonomía del paciente» hasta la separación y señalamiento de los sospechosos) sino por comprobar cómo 2021 se ha convertido en el año en que las sociedades dizque avanzadas asumieron sin apenas resistencia, reflexión ni contrapeso las cesiones más radicales en la propia esfera de los derechos civiles, en la prosecución de una anhelada seguridad fuera de nuestro alcance (seguridad sanitaria, en este caso). Renunciamos igual que, veinte años antes, para combatir el espectro del terrorismo (ahora se llama terrorista a prácticamente toda disidencia, por cierto) y en aras de otra faceta de la seguridad admitimos la apertura de Guantánamo (todavía en activo, dos presidentes demócratas después), las prisiones secretas de la CIA, el waterboarding como técnica de «interrogatorio reforzado» o el seguimiento masivo de las comunicaciones, a un nivel nunca esperado y que se ha perpetuado, como los escándalos de los métodos de la NSA o del software Pegasus nos demuestran.

Estas dos décadas vienen, sobre todo, marcadas por la decisión, incentivada por una rampante cultura del miedo y por una adicción a la novedad catastrófica (que exige sacrificios y renuncias definitivas) de despreciar el propio círculo primario de derechos que hace poco se consideraba inexpugnable, se hiciese un uso virtuoso o antisocial de ellos. Que nos videovigilen en las calles y en innumerables espacios, que monitoricen nuestra navegación, que nos identifiquen facialmente, que nos obligan a vivir en un estado de emergencia permanente en el que hay que dar explicaciones continuamente (y no sólo a agentes de la autoridad, por cierto), que chequeen nuestras condiciones físicas, planteado en abstracto y como programa político, hubiera causado escándalo y repudio hace dos décadas. Ahora triunfan como plataforma, se consideran muestra de responsabilidad y de sofisticación de los gobiernos que las llevan a cabo e incluso se pide ración doble porque hay que defenderse de los demás, que nos amenazan o, en versión pandémica, nos contagian. La continuidad en el retroceso, entre estos dos hitos temporales y la misma pasta autoritaria de la que están hechas, sólo se le escapa a quienes piensan que el fin, sea la seguridad colectiva o la salud pública, justifica los medios.