Días sin feria

OPINIÓN

Grandes almacenes Botas en Oviedo, en unas navidades de los años setenta del siglo XX
Grandes almacenes Botas en Oviedo, en unas navidades de los años setenta del siglo XX

13 ene 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Mi padre fue Guardia Civil. Cómo se les queda el cuerpo. El suyo, no el de la Benemérita. El viejo a veces me cuenta historias de cuando iba por ahí de uniforme, durante el franquismo. Algunas terribles y otras hilarantes, como cuando cuenta que el único fusil que funcionaba en el cuartel era el suyo, y se lo asignaron por ser tirador de primera, sea lo que sea eso. Por eso suele afirmar que si en aquellos entonces alguien hubiera querido invadirnos, la España de Franco habría durado dos días. Ganaba poco, así que con una familia creciente, se fue a Madrid a trabajar en la industria. Y una vez fuera del cuerpo y dentro de la fábrica, se metió en cosas comunistas y en donde hiciera falta, que mi madre estaba de los nervios esperando que en cualquier momento su marido pasara a ocupar el otro lado del calabozo.

Mi padre salía de España de incógnito para ir a reuniones del partido en Francia. Uno de mis hermanos mayores cuenta que de niño, en el pueblo de mi madre, le preguntaban dónde estaba mi padre, a lo que mi hermano contestaba que se había ido a no sé dónde a trabajar en la vendimia. Los que preguntaban se partían la caja con esto pues todo el mundo sospechaba dónde andaba y qué hacía mi padre, pero mi madre había dado instrucciones sobre cómo actuar para evitar lo peor.

En la fábrica vivió los últimos estertores del Caudillo y las huelgas masivas. Llegó a ser concejal por el PCE, mi viejo, que no fue a la escuela y que aprendió a leer y a escribir mientras pastoreaba, fíjense. De niño, me ponía a cerrar sobres de cartas que mandaba a los afiliados al sindicato y al partido, cartas que escribía con una Olivetti que yo heredé para mis clases de mecanografía. Recuerdo que había un señor al que se enviaba una de esas cartas apellidado Dazá, y mi padre contaba un chiste sobre uno que se apellidaba así y se llamaba Mier. Para aquellos entonces ya vivíamos los siete miembros de la familia en un piso de protección oficial. El barrio no era tan feo como parece ahora, pero poco a poco se convirtió en un lugar lóbrego lleno de soportales sin iluminar y personas acechando.

En casa no tuvimos teléfono hasta finales de los ochenta. Era un teléfono gris de esos con rueda para marcar. Los pisos eran grandes y recuerdo el nuestro y el de los vecinos más llenos de gente que de cosas. Nadie tenía con qué llenarlos. El teléfono en casa ocupaba un rincón privilegiado junto al sofá, en un mueblecito que le compró mi madre, quizá el primer mueble que entró a casa en años. Recuerdo los aparcamientos de los bloques semivacíos. En mi portal solo dos vecinos tenían coche: un SEAT 124 y un SEAT 127. Mi padre le pintó el 124 al vecino, que lo quería de color ni naranja ni marrón ni rojo, una cosa espantosa ya en aquellos entonces, y siempre pareció un coche como de juguete con aquella pintura. Este vecino tocaba el acordeón en nochebuena, y el del 127 se vestía de mujer en nochevieja poniéndose dos naranjas por pechos y subía a vernos y se ponía a  hablar como Sara Montiel.  En el portal estábamos el Guarda, el Fonta, el Pintor (mi padre), el fantasma, los del cuarto (sin profesión ni actividad económica conocidas), el Testigo (de Jehová) o la Búho, cuyos ojos habrían hecho temblar de puro terror a Boris Karloff. Había un solo perro que se llamaba Curro y estaba gordo como un cachalote, y teníamos trasteros en los que solía dormir gente que nadie sabe muy bien de dónde salía. Allí guardaba mi viejo su ciclomotor Derbi en el que iba a trabajar a la fábrica. Mi padre se sacó el carné de conducir bastante mayor ya, y estaba yo empezando la adolescencia cuando compró su primer coche, un Lada 2104, un monstruo de color granate tan duro como espantoso, un diseño atroz que era uno de los coches más grandes del aparcamiento, el coche más elegante del koljós más purulento, una pesadilla soviética que duró viva casi veinte años, que consumía gasolina a la misma velocidad a la que Boris Yeltsin consumía vodka, que olía a quemado cuando ponías la calefacción y cuando ibas demasiado rápido, lo que no era más que un poco menos lento. Trabajar más de cuarenta años para poder comprarte un Lada.

Recuerdo mi casa fría en invierno. Nos calentábamos con un brasero eléctrico y con una estufa catalítica. Veíamos la tele que todos veían, pues no había otra, y tardamos bastante en comprar una tele a color. Nuestra vida fue siempre un poco de llegar tarde a todo.

Recuerdo todo esto con cariño pero sin nostalgia. No era más feliz que ahora, ni yo ni ninguno de los que salen en esta columna. Todos tenemos recuerdos bonitos y todos podemos embellecer un pasado hasta hacerlo irreconocible. Pero es mentir. Mis padres vivieron mucho peor de lo que yo ahora. No hay nada que reivindicar en un pasado espartano que no sea el deseo de que ninguna otra persona lo tenga que vivir. Bajo la belleza de los recuerdos intentamos enterrar el dolor. Y eso es injusto.