La peligrosa hegemonía de la estupidez

OPINIÓN

Fotograma de «No mires arriba».
Fotograma de «No mires arriba».

18 ene 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

No es casual que una de las películas más comentadas en los últimos tiempos sea No mires arriba. No me refiero a la crítica de cine, sino a las columnas de opinión de los periódicos y a los reportajes sobre la actualidad. Podría pensarse que tanta atención se debe a que no es difícil encontrar en ella paralelismos con la actualidad, tanto con los pujantes negacionismos de enfermedades, de las vacunas y la medicina, o de la amenaza que supone el cambio climático, como con el trumpismo, que no solo infecta a la política norteamericana, y con la creciente banalidad y venalidad del periodismo. Sin duda, todo eso influye, pero hay otro rasgo que debe contribuir a su éxito y, eso es lo aterrador, no la aleja mucho del mundo en que vivimos: todos los personajes que aparecen en ella, incluido el conjunto de la ciudadanía, son estúpidos y, como es lógico, se comportan como tales.

Cualquier aficionado al cine me respondería que eso es hoy lo habitual, especialmente en el norteamericano. Las comedias, generalmente malas payasadas, han olvidado la inteligencia y perdido la sutileza; lo que llaman películas de acción, las que, junto a las anteriores, llenan los horarios de cine de las televisiones, son videoclips insoportables, carentes de un guion que merezca tal nombre y en los que es imposible encontrar una verdadera conversación; el terror se ha convertido en una suma de truculencias sin sentido; el suspense ha desparecido; en los que suelen definirse como dramas no abunda la agudeza de directores y guionistas, pero sí la pedantería. Ahí está precisamente el problema: ¿refleja el cine que caminamos hacia la hegemonía de la estupidez? Seguir la política española y mundial inclina a la respuesta afirmativa.

El espectáculo del PP borrando tuits en los que había criticado a las macrogranjas, sin poder evitar que sus alcaldes las prohibiesen en sus ayuntamientos, y de los presidentes peronistas del PSOE aprobando leyes contra ellas, mientras unos y otros se rasgaban las vestiduras por las declaraciones de un ministro, que, ciertamente, todavía no ha asumido que lo es, a un periódico británico, en las que sostenía lo mismo que ellos habían defendido hasta ahora, es digno de una mala comedia americana. La tierna foto del señor Casado con el cerdito en brazos parece destinada a ilustrar el cartel que la promocionaría.

Tampoco los medios de comunicación hostiles al gobierno escaparon a la astracanada, aunque la pluralidad que afortunadamente existe en España nos permitió disfrutar por televisión de la recuperación un discurso de Juan Vicente Herrera en las Cortes de Castilla y León en el que afirmaba solemnemente que, mientras gobernase el PP en esa comunidad, no se favorecería la instalación de ese tipo de ganaderías intensivas. El hoy candidato Mañueco aparecía al fondo, asintiendo arrobado.

Alberto Garzón tenía razón cuando afirmó que comer demasiada carne no es saludable, también cuando censuró el exceso de azúcar en la dieta, y al decir que la ganadería de pastoreo produce carnes de mejor calidad y que, al contrario que las grandes explotaciones de ganado estabulado, es beneficiosa para el medio ambiente. También es cierto que un ministro no es un comentarista de la actualidad, por eso, lo que cabría esperar de él es que, en primer lugar, definiese el concepto de macrogranja y, después, que promoviese una legislación que regulase el tamaño de las explotaciones y las garantías necesarias para el tratamiento de los residuos que producen. Eso sí, un ministro de izquierda no debe olvidar nunca que gobierna para millones de personas, la mayoría con limitados recursos, y que uno de los grandes derechos que lograron los trabajadores en los siglos XIX y XX fue el de poder comer carne. No cabe duda de que cualquier amante del jamón desearía poder consumir habitualmente el del cerdo ibérico, que se alimenta con bellotas mientras corretea por las dehesas, pero no puede, y debe conformarse con el serrano, no tan sabroso, pero también de buena calidad y alimenticio. Lo mismo sucede con la ternera, las aves o el resto de las carnes de cerdo, también con los productos agrícolas. No hay más que ir a un supermercado y comprobar la diferencia de precio entre unos huevos de producción ecológica, los llamados camperos, de coste intermedio, y los de granja sin esos requisitos.

Vivimos en un mundo en el que cada vez menos gente produce alimentos para más personas, eso se ha logrado con el aumento de la productividad de la agricultura y la ganadería. No está tan lejano el tiempo en que la mayoría de la población española se alimentaba de cereales, por eso una subida del precio del trigo provocaba terribles hambrunas y el raquitismo y las enfermedades carenciales eran habituales. Todavía sucede lo mismo en buena parte de Asia, África e incluso América. La transición hacia una ganadería y una agricultura más ecológicas tendrá que ser bien medida y la izquierda nunca podrá defender políticas que perjudiquen a los pobres.

En un país al que quieren imponerle la estupidez, el debate no se ha centrado en qué hacer para que los seres humanos estemos bien alimentados conservando de la mejor manera posible la naturaleza y disminuyendo la contaminación y el deterioro de la atmósfera, se ha impuesto el «no mires arriba». En febrero habrá elecciones en Castilla y León y parece que el único problema de la comunidad se llama Alberto Garzón.

Como decía al principio, la epidemia de estupidez no afecta solo a España, no hay más que seguir mínimamente los medios de información para encontrarse con el sainete de Djokovic o con el de Boris Johnson, por mencionar solo algunos de los más recientes. Tampoco es exclusiva de la derecha. Hace unos días, una amiga feminista me envió indignada el comunicado del PCE, firmado por su secretario de relaciones internacionales y eurodiputado, Manu Pineda, en el que saludaba la toma de posesión de Daniel Ortega, tras haber obtenido «más del 75% del apoyo popular en las urnas», y le deseaba éxito ya que, sostenía, «estamos convencidos que (sic) seguirá apostando por las oportunidades, el progreso, la paz, el bien común y la defensa de la soberanía de Nicaragua».

El PCE no se ha enterado de que Ortega y su esposa se han impuesto en unas elecciones fraudulentas, tras encarcelar a todos los opositores, incluidos históricos y sinceros sandinistas. Al PCE le parece bien que su policía dispare sobre manifestantes y asesine a estudiantes. Al PCE le parece progresista que haya prohibido el aborto, acabado con las políticas de igualdad y perseguido a las feministas. Al PCE le parece bien que se haya aliado con parte de la oligarquía nicaragüense y se enriquezca con la corrupción. Encima, la Nicaragua de Ortega ni siquiera es socialista.

Ese mismo dirigente del PCE niega que en Cuba haya presos políticos y no exista la libertad de expresión, en ese caso podría entenderse que la mentira se justifica por la defensa de un bien mayor, el socialismo, pero dudo de que ese método y la exaltación acrítica del régimen cubano despierten entusiasmo entre la mayoría de los potenciales electores de Unidas Podemos.

No hace mucho, con motivo del centenario de la creación del partido, escuché a otro dirigente comunista elogiar los logros de la Unión Soviética. La izquierda debería volver a sus orígenes, recordar que el objetivo de una sociedad igualitaria es lograr la felicidad, el bienestar de la mayoría, y que eso solo se consigue con la combinación de medios de vida razonables y libertad. El desprecio de la dignidad y la libertad de hombres y mujeres condujo a la destrucción del llamado socialismo real. Que, tras setenta años de «socialismo», no haya rastro del «hombre nuevo» ni prácticamente añorantes del sistema, que lo que quede sean sociedades desmoralizadas, dominadas por la corrupción, en las que crece la extrema derecha y se afianzan las creencias religiosas, debería ser motivo de reflexión.

No es fácil reconstruir una alternativa al capitalismo tras el estrepitoso fracaso del estalinismo, pero nunca se conseguirá si no se acepta que la historia es pasado, que el mundo ha cambiado mucho desde 1917 y que ya no hay una guerra fría entre bloques ideológicos. Las utopías pueden ser movilizadoras, las distopías jamás serán atractivas.

La izquierda no puede olvidarse de los problemas de la gente, ni dejar en manos de la derecha la bandera la libertad, su desconcierto tiene bastante culpa del ascenso de la extrema derecha en el mundo.

Voy a terminar este comentario de forma inusual, contradiciéndome en cierto modo. Afortunadamente, aunque se extienda, la estupidez todavía no ha calado en la mayoría, tampoco todas las películas actuales son detestables, aunque la gran industria americana se empeñe en ello, ni, evidentemente, todo el periodismo banal y venal. Es indudable que para los poderosos una sociedad estúpida, manipulable, es lo ideal, también que tienen medios para lograr el contagio incluso de quienes dicen cuestionar su poder, pero la esperanza reside en que, cultos o ignorantes, los seres humanos somos inteligentes y, aunque tardemos, capaces de desvelar los engaños.