La reforma laboral, en el alero

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

A.Ortega.POOL

25 ene 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

La reforma laboral, minucioso encaje de bolillos tejido por Gobierno, patronal y sindicatos, se la juega el próximo 3 de febrero. El Congreso decide ese día si la convalida o la rechaza. Se admiten apuestas. Los optimistas sostienen que el Gobierno obtendrá, in extremis, los votos necesarios para sacarla adelante: bien el respaldo de sus socios habituales, PNV y ERC en primer término, bien, como mal menor, el apoyo de Ciudadanos y varias minúsculas fuerzas de centro-derecha.

La otra posibilidad, la derogación de la reforma más efímera de la historia —34 días en vigor—, sería un desastre sin paliativos. Y no solo para Sánchez y Yolanda Díaz, sino para todos. Para el Gobierno significaría un batacazo político de imprevisibles consecuencias: la única razón de la postura negacionista de Pablo Casado. Para patronal y sindicatos, que pactaron al detalle y con mutuas concesiones el texto, supondría una desautorización. Para los trabajadores, la pérdida del pequeño territorio reconquistado en la negociación. Y para todos los españoles, poner en un brete el acceso a los fondos europeos, condicionados a la aprobación de esta y otras reformas comprometidas.

Se dice, y yo lo comparto, que la reforma ha sido tibia y de corto alcance. No deroga la aprobada por el PP en el 2012, apenas corrige los aspectos más lesivos de aquella —calificada de «extremadamente agresiva» por el entonces ministro Luis de Guindos— y mantiene sus líneas básicas. El precio del consenso. Pero hay dos rasgos que, entre la pléyade de reformas y contrarreformas laborales que en España han sido, singularizan y realzan a esta. Uno: es la primera reforma que, en vez de cercenar derechos de los trabajadores, los recupera y amplía. Y dos, sobre todo: es fruto del acuerdo entre quienes, día a día, tienen que aplicarla. El marco que, en sutil equilibrio de intereses, se han dado a sí mismos empresarios y trabajadores. Ahí reside su fortaleza: un convenio colectivo de ámbito estatal. Y también su fragilidad: el pacto social está tejido con mimbres muy finos. No se puede tirar de un hilo, o cambiar una coma, sin desbaratar todo el encaje de bolillos.

Los políticos deberían abstenerse de meter la cuchara y limitarse a ratificar el acuerdo. Si no lo hacen será porque les mueven otros intereses, legítimos o espurios, pero distintos a los de empresarios y trabajadores. Los de Casado —no digo el PP, porque el partido está dividido al respecto— están claros: no va a perder la oportunidad de tumbar a Sánchez, aunque el golpe vaya dirigido al mentón de los españoles. Los de PNV y ERC también: ninguna ley pasa por su aduana sin el peaje correspondiente. Ahora están negociando la forma de pago: en especie, lo que supone abortar el pacto social; en pagaré a cobrar más adelante, o en euros contantes y sonantes. Los partidos de izquierda creen, aunque no lo dicen así, que los sindicatos se han bajado los calzones. Los de derecha, aunque lo disimulan, echan pestes de Garamendi y su pactismo. Unos por otros, la casa sin barrer y la reforma laboral en la cuerda floja. Continuará...