El dilema americano: ¿democracia multirracial o dictadura blanca?

Cristina González

OPINIÓN

Partidarios de Trump, durante al asalto al Capitolio el Fotografía de archivo del 6 de enero del 2021.
Partidarios de Trump, durante al asalto al Capitolio el Fotografía de archivo del 6 de enero del 2021. Jim Lo Scalzo | Efe

09 feb 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

En los agitados tiempos que corren, las democracias occidentales están experimentando problemas significativos. Hay duros enfrentamientos entre los diversos partidos políticos y un ambiente desesperanzado en la ciudadanía. Un país en el que la democracia es especialmente vulnerable en estos momentos es Estados Unidos, donde preocupa cada vez más la posibilidad de que haya una guerra civil, tema sobre el que se habla de manera regular en los medios de comunicación.  La guerra civil que se teme no sería un combate entre ejércitos convencionales, sino una combinación de escaramuzas burocráticas y de hechos violentos que impidiesen el buen funcionamiento del estado de derecho y creasen un ambiente de tensión y miedo en el que pudiese prosperar un golpe de estado. En su esencia, sería un implacable enfrentamiento entre los demócratas, que quieren una democracia multirracial, y los republicanos, muchos de los cuales desean prolongar el poder que hasta ahora han tenido los blancos, aunque para ello tengan que abandonar el estado de derecho y convertir el país en una dictadura.  

Este enfrentamiento se está agudizando. Los republicanos siguen sin reconocer los legítimos resultados de las elecciones de 2020 a la vez que se preparan para manipular las elecciones de 2024 mediante la creación de diversos subterfugios legales que les permitan, por una parte, dificultar la asistencia a los comicios a aquellos segmentos de la población que tienden a votar por los demócratas, tales como las minorías étnicas y, por otra, descartar los resultados de las elecciones, si no les son favorables, y reemplazarlos por resoluciones emitidas por los parlamentos estatales. Estas retorcidas maniobras son posibles porque en la arcaica democracia americana, en funcionamiento ininterrumpido desde 1787, las elecciones las administran los estados, cada uno con sus propios procedimientos. Lo que está pasando ahora es que los estados controlados por los republicanos están cambiando los procedimientos para impedir e incluso invalidar los votos de los demócratas.  

La democracia americana ha descansado siempre, no en la idoneidad de sus reglas y tradiciones, sino en la solidez del consenso implícito de que se iban a respetar éstas. Este consenso se ha roto ahora por primera vez.  Incluso durante la guerra de secesión las elecciones se realizaron normalmente. El dilema que dividió a la sociedad americana entonces fue la libertad de los esclavos.  Lo que la divide ahora es una continuación de aquel dilema, a saber, la plena ciudadanía de las minorías étnicas.

El peso demográfico de los blancos cada vez es menor. Aunque todavía constituyen más de un 50% de la población, su presencia disminuye constantemente debido a la falta de inmigración europea y a la baja fertilidad. Más de la mitad de los niños que nacen en Estados Unidos en estos momentos pertenecen a las minorías étnicas. Se estima que, para mediados de siglo, Estados Unidos será un país de mayoría no blanca. En algunos estados, como California, Hawaii, Maryland, Nevada, Nuevo México y Texas, la suma de hispanos, negros, asiáticos e indios americanos supera ya al número total de blancos.   

El Partido Republicano, que desde los tiempos de Ronald Reagan, unas veces de manera encubierta y otras de manera manifiesta, ha apelado al racismo para ganar votos, no cuenta con demasiados seguidores no blancos, por lo que, dadas las tendencias demográficas del país, su futuro no es muy prometedor. En lugar de adoptar una actitud más abierta para intentar atraer a más miembros de las minorías étnicas, lo que ha hecho el Partido Republicano es extremar sus posiciones racistas, tendencia que Donald Trump llevó al paroxismo durante su presidencia. Tras su derrota en las urnas, lejos de abandonar a Trump, el Partido Republicano se ha entregado todavía más a él, si cabe.  

El golpe de estado que intentó perpetrar Trump, primero presionando sin éxito al vicepresidente Mike Pence para que usase su papel institucional en el recuento de los votos para frenar el proceso, y luego lanzando a sus seguidores al Capitolio a interrumpir el recuento, no ha sido reconocido como tal por los republicanos, entre los cuales impera el credo de que hubo fraude en las elecciones. Y es que, para los seguidores de Trump, el que las minorías étnicas decidan con su voto el curso de los acontecimientos es efectivamente un robo. Ellos piensan que el país les pertenece y que deben defender su esencia, la cual conceptualizan como blanca, es decir, europea no hispana.  Consideran que limitar la influencia de los hispanos, los negros, los asiáticos y los indios americanos, así como de los blancos que los aceptan en pie de igualdad, es un acto de patriotismo.  

Dado que en Estados Unidos hay más armas que personas y que sus dueños son principalmente republicanos, se comprende la ansiedad con la que muchos ciudadanos contemplan los acontecimientos. Numerosos políticos y funcionarios, como los secretarios que organizan las elecciones en cada estado, o los fiscales que investigan a Trump, están recibiendo amenazas de muerte. Entre los demócratas, que hasta ahora generalmente se han opuesto a la posesión de armas de fuego, hay quienes están ponderando la conveniencia de comprarlas para poder defenderse si se produjese un estallido.

En el medio de esta difícil situación, Trump dejó caer en un mitin reciente la bomba de que si se presentaba a las elecciones y ganaba podría perdonar a los que participaron en el asalto al Capitolio. Asimismo, incitó a sus seguidores a atacar a los que lo están investigando en New York, por cometer fraude en su empresa familiar, en Georgia, por intentar forzar a los funcionarios estatales a subvertir los resultados de las elecciones de ese estado y en Washington, en el congreso, por su papel en el fallido golpe de estado que culminó con el asalto al Capitolio.  Tanto los fiscales como el presidente de la comisión investigadora del congreso son negros. Acorralado y furioso, Trump los calificó de racistas. Sus improperios tuvieron tal impacto que la fiscal que se ocupa de su caso en Georgia solicitó inmediatamente que se aumentase la seguridad del juzgado y edificios cercanos, por si se produjesen atentados.  

Si Trump fuese imputado y condenado por los delitos que se están investigando y se rompiese el hechizo, las cosas podrían mejorar, pero hasta que estos procesos legales no lleguen a su fin, la situación va a seguir siendo muy volátil. Solamente hay un pequeño rayo de esperanza. En una encuesta reciente, los votantes republicanos, que hace pocos meses se declaraban más fieles a Trump que al Partido Republicano, ahora se declaran más fieles a éste que a aquél.  Coincidiendo con la publicación de esta encuesta, el senador republicano Lindsey Graham, que hasta ahora había secundado servilmente a Trump, ha condenado con firmeza la idea de amnistiar a los que asaltaron el Capitolio enunciada por el ex presidente. El senador republicano y líder de la minoría Mitch McConnell ha emitido un juicio semejante.  Veremos si, conforme van avanzando las investigaciones de las tropelías de Trump, otros políticos republicanos empiezan a marcar las distancias. De momento la tensión y el miedo continúan.  

Cristina González es catedrática emérita de la Universidad de California, Davis, donde ha impartido clases de literatura y cultura hispánicas en el Departamento de Español y de historia y situación actual de la universidad americana en la Facultad de Educación.