La gamificación de la política

OPINIÓN

Imagen de archivo de los líderes del PSOE, Pedro Sánchez, y del PP, Pablo Casado
Imagen de archivo de los líderes del PSOE, Pedro Sánchez, y del PP, Pablo Casado Efe | Juan Carlos Hidalgo

22 feb 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Posiblemente, si el sistema político español se hubiera desarrollado como las aspiraciones iniciales de los constituyentes contemplaban, hoy los partidos serían, como proclama nuestra Carta Magna, «instrumento fundamental para la participación política», con carácter mucho más masivo y poroso que el reducto opaco en el que, con distintos grado de deterioro, se han convertido. Quizá tenga que ver, en esta desconfianza colectiva, ganada a pulso, el deficiente cumplimiento del mandato, también de nuestra Constitución, que señala que «su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos».

Lo cierto es que, con sucesivas crisis del modelo pero con más de 40 años a sus espaldas, acumulamos las decepciones protagonizadas por las fuerzas que decían aspirar a la renovación democrática, el rápido agotamiento de los repetidos intentos de regeneración las fuerzas mayoritarias y las nuevas formas (no particularmente virtuosas) de entender la relación entre representantes y representados. Hay un cansancio acumulado que por algún lado aflorará.

Esperemos que lo haga en un impulso democratizador, porque las alternativas hasta ahora son mucho peores, ya sea la involución hacia partidos manejados o supeditados a outsiders descontrolados (el ejemplo del Partido Republicano y Trump es palmario), ya sea la atomización e irrelevancia de segmentos completos del tablero (el hundimiento en la irrelevancia de la izquierda francesa como muestra); o, mucho más común, la involución hacia modelos de partido ajustados al perfil de democracia autoritaria, que no es sólo la marca de Polonia, Hungría o Turquía, sino que, en una u otra medida, impregna el estilo de mando imperante y exitoso.

La democracia deliberativa, los partidos estructurados, participativos y con capacidad de análisis y producción de cuadros suficientemente formados para gobernar eficazmente, puede que sea cosa de otros tiempos. Casan mal con la dinámica de consumo político establecida, donde la prioridad es fabricar contenido adaptado a los nuevos canales. Para ello es preciso mantener una tensión permanente del espectador, ya pasen cosas importantes (algunas, ciertamente, han ocurrido) o haya que suscitarlas para alimentar el relato, para sostener el thriller. No es causal, precisamente, el éxito y la retroalimentación entre las series de éxito que toman como materia narrativa las luchas y estrategias de poder, y la vocación imitadora de los asesores de referencia, que (in their opinion) se ven como piezas en la trama, protagonistas del siguiente capítulo.

Naturalmente, gestionar con eficacia, conocer de la materia confiada a su decisión o tener capacidad resolutiva, puede ayudar, pero no es capital, y desde luego no configura el mecanismo de selección. El público se ha acostumbrado desde la crisis de 2008 a esperar poco o nada de la dirigencia política, a que muchos proyectos no se concreten aunque se hable de ellos una y otra vez en discusiones interminables. En la política regional o local, por ejemplo, estamos sustancialmente lejos del dinamismo y la consecución efectiva (con mayor o menor o menor acierto) de proyectos de hace veinte años. Pero no pasa nada, nos hemos acostumbrado a la inoperancia.

Todo este entretenimiento tenía su gracia hasta que, a partir de marzo de 2020, lo que era falsa o sobredimensionadamente dramático se convirtió en verdaderamente doloroso y acuciante. La sensación de urgencia, hasta entonces más inducida que real, cobró efectiva materialidad y el suelo verdaderamente comenzó a temblar. Por primera vez en mucho tiempo necesitábamos una comprensión cabal por parte del conjunto de la clase política de la importancia del momento y un liderazgo efectivo, que ayudase a confrontar los problemas inmediatos.

El resultado, sin embargo, no ha sido, salvo honrosas excepciones, la maduración, sobriedad y redimensionamiento de la parte espectacular de la actividad política. Al contrario, pasamos a una nueva fase, en la que no es necesario reparar siquiera en la gravedad de las cosas. Lo importante es que la espuma de la política siga burbujeando.

A la consagración de la política como la lucha por la conquista y mantenimiento de la parcela de poder correspondiente, se añade un grado adicional, hasta ahora no visto, de frivolización, suficiencia y aislamiento de la realidad, aunque estemos zarandeados en medio de la tempestad. Involucrando al público, pero sólo para tomar partido en esa misma pugna. Y a un segmento de la audiencia le gusta, sin duda, que el rol que le otorguen sea justamente ese: jalear. Lo que también (véanse por ejemplo los acontecimientos recientes de la derecha española) es aplicable a las batallas internas.

La dinámica de las redes hace más fácil conseguir que se participe de esa tendencia, imposible de contener, de banderías, condenas, adhesiones y exaltaciones. Esa es la nueva forma de participar en el juego, para lo que realmente se forman los (escasos) cuadros políticos de hoy y lo que se quiere que se aprenda, interiorice y replique por el electorado. Poco o nada tiene que ver con la activa implicación de la ciudadanía en los asuntos públicos, algo que ya nos suena a auténtica quimera.