Cementerios

Mariluz Ferreiro A MI BOLA

OPINIÓN

ROMAN PILIPEY | Efe

13 mar 2022 . Actualizado a las 09:59 h.

Las calles son el relato en voz alta de las ciudades. Su presente y su pasado se cruzan y dialogan. Unas veces con estridencia, como a gritos, y otras con cariño, como en una canción. Los cementerios, en cambio, susurran. Sopla en ellos una brisa que parece que no despeina a nadie, pero deshiela tiempos pretéritos. Las notas de La vie en rose acarician regularmente la piedra y el mármol Père-Lachaise de París, porque más de un visitante lo usa como banda sonora mientras contempla la tumba de Edith Piaf. Otros le rezan oraciones paganas a Oscar Wilde en el mismo camposanto o le siguen dejando flores y mensajes a Evita, con cofradías de adoración y de odio, en el cementerio de la Recoleta, en el centro de Buenos Aires. Pero hay lugares sobre los que cae el silencio. Allí donde se rompe la poca lógica de la muerte y donde es difícil apreciar un haz de luz. Sucede en los cementerios de Normandía, fin del mundo para miles de soldados de distintas banderas que se antoja especialmente absurdo en el caso de los alemanes que allí reposan junto a cruces oscuras. Y ocurre en esos parques y fincas de tantos pueblos de los Balcanes en los que arrancaron rododendros y cultivos para plantar lápidas para veinteañeros, separados de los suyos en vida y muerte, porque ya no había lugar para sus cadáveres al lado de sus muertos. Pero aquí estamos de nuevo. Cosechando desolación una vez más. Ya no hay yates gigantescos ni clubes de fútbol suficientes para tapar el horror. Ya no es un «incidente aislado» con polonio. Ya no se trata del último capricho del zar y sus oligarcas. Es el viejo y renovado monstruo que ha vuelto a esa Europa que suele mirar por encima del hombro para no ver su propia caspa. Es el azote que deja anémicas las calles y engorda los cementerios.