Cuando supe que Biden había llamado «criminal de guerra» a Putin, pensé: ¿estamos todos tontos o qué? Porque justo ese día las negociaciones entre Rusia y Ucrania parecían encauzarse. Si el objetivo era avanzar en el diálogo y detener cuanto antes la guerra, se antojaba contraproducente, o por lo menos innecesario, amenazar al líder ruso con el tribunal de La Haya. Por supuesto, el portavoz del Kremlin no se anduvo con chiquitas y declaró las palabras de Biden «inaceptables e imperdonables». En la Casa Blanca empezaron a disculpar a su inquilino con la excusa de que había respondido con un pronto emocional, «desde el fondo del corazón», impresionado por los bombardeos sobre civiles.
El presidente de los Estados Unidos no puede permitirse respuestas emocionales como un paisano cualquiera en la sobremesa o en el bar. Sus palabras tienen consecuencias. Así que se me antoja difícil que lo haya dicho sin querer. De hecho, el Reino Unido y la OTAN se dejaron de justificaciones cándidas y se apuntaron a lo de «criminal de guerra» al día siguiente. La UE también. Pues sí que estamos tontos.
En su día, los ucranianos pidieron a Biden que no insistiera en que la invasión resultaba inevitable. Ni caso. Cuando empezaron las negociaciones, dijo que desconfiaba de ellas, que escondían una trampa rusa para ganar tiempo y reorganizarse. Y ahora esto. Me escama ese tono siempre belicoso. Quizá quiere aparentar vigor y fortaleza ante las cercanas elecciones legislativas de mitad de mandato, que no pintaban bien para los demócratas. O quizá piensa que a Estados Unidos le conviene esta guerra. No se me ocurren otras razones para justificar su actitud agresiva. Ojalá las haya.
@pacosanchez