Tini Areces y Rosario de Acuña, de paseo en paseo

OPINIÓN

Rosario de Acuña
Rosario de Acuña Real Academia de la Historia

06 abr 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuentan que Vicente Álvarez Areces era persona de mirada larga, de abordar con perspectiva amplia los problemas. Dicen que solo así se puede explicar que sacara delante proyectos que transformaron el urbanismo gijonés durante su etapa como alcalde de la ciudad (1987-1999). Hablan de su habilidad para encontrar oportunidades donde otros solo ven aconteceres, más o menos noticiables; y apuntan como muestra de lo antedicho que en 2006, siendo ya presidente del Principado, se marchó a Rio de Janeiro para que el arquitecto Óscar Niemeyer, quien unos años antes había pisado por primera esta región para recoger el Premio Príncipe de Asturias, firmara un acuerdo para la construcción en Avilés de un centro cultural: el Centro Niemeyer, su única obra en España. 

Enumeran de carrerilla los hitos de la transformación urbana: reforma de El Llano, desarrollo de los nuevos barrios de Moreda, Montevil o Viesques, de las plazas de Begoña y de Europa; recuperación del pasado romano de la ciudad (Termas de Campo Valdés, Parque Arqueológico Natural de la Campa de Torres), municipalización y reforma del Teatro Jovellanos… Y se detienen en el que se considera uno de los logros más destacados: la recuperación de la fachada marítima, con las playas de Poniente y del Arbeyal y la remodelación del Muro; la construcción del sendero del Cervigón y la creación de los parques de la Providencia y el Cerro, sobre cuyos acantilados se alza el Elogio del horizonte, la gran escultura que había ideado Chillida para homenajear al horizonte, «la patria de todos los hombres», y para la cual el escultor llevaba ya un tiempo buscando un lugar en la costa para darle vida. Areces no desaprovechó la ocasión: le hizo llegar la propuesta, a Chillida le impresionó el lugar, y desde 1990 el Elogio mira al Cantábrico, convertido ya en un símbolo de la ciudad. 

Quizás fuera en este contexto, el de la recuperación de la fachada marítima y la protección del litoral gijonés, donde Tini Areces se encontró con Rosario de Acuña, una madrileña que, atraída por los salutíferos aires marinos que aliviaban la dolorosa enfermedad ocular que por entonces padecía, conoció Gijón siendo muy joven y que decidió convertirse en una gijonesa más cuando ya era bien conocida como infatigable activista de la libertad de conciencia, los derechos de las mujeres y por su tenaz apoyo a los más desfavorecidos. Contando con el respaldo del entonces ministro de Obras Públicas y Medioambiente, Josep Borrel, y de los abundantes fondos europeos, el Ayuntamiento se lanzó a prolongar hacia el este el remodelado paseo del Muro con una senda que bordeando el litoral llegara hasta lo que había sido el Campo de Tiro de la Providencia, convertido tras haber pasado a propiedad municipal en un gran parque, una extensa masa verde al lado del mar. Al pie del proyectado sendero se encontraba la última vivienda de esta ilustre gijonesa, cuya memoria se estaba recuperando por entonces de la mano de Luciano Castañón, quien divulgaba su vida y obra por medio de artículos y conferencias, o del Ateneo Obrero, que en 1985 había reeditado El padre Juan, su emblemática obra. Si al proyecto del nuevo sendero unimos el creciente interés por quien había dado vida a aquel edificio situado al borde del acantilado, quizás hallemos algunas de las razones por las cuales, en los inicios de 1988 y tras varios meses de negociaciones con sus por entonces propietarios, el pleno del Ayuntamiento aprueba la compra de la que en El Cervigón fuera casa de Rosario de Acuña, que por entonces se encuentra en estado ruinoso; y que, en el mes de mayo de 1990, se acuerde denominar Paseo Rosario de Acuña al tramo que discurre entre el sanatorio Marítimo y la carretera de la Providencia.

Treinta años después, Tini Areces y Rosario de Acuña se vuelven a encontrar al borde del Cantábrico. Resulta que a principios del pasado año el consejo de administración de la Autoridad Portuaria de Gijón aprobó por unanimidad denominar Paseo Vicente Álvarez Areces al que bordea la playa de Poniente, aceptando de esta forma la propuesta impulsada por diferentes personalidades y entidades de la ciudad y respaldada por el Ayuntamiento de Gijón. Desde entonces, una en su parte más oriental, el otro en la que mira al sol poner, Acuña y Areces dan nombre a los dos extremos del itinerario gijonés más felizmente transitado. No es la única coincidencia: a pesar de llevar oficialmente sus nombres, los tramos que dan inicio y final al popular sendero urbano se han convertido en unos paseos clandestinos, pues casi nadie sabe cómo se llaman.

Ya he contado en más de una ocasión que la mayoría de caminantes desconocen que, una vez que han dejado atrás la entrada al Sanatorio Marítimo, el paseo por el que transitan en dirección a La Lloca lleva el nombre de Rosario de Acuña, gijonesa por decisión propia, dramaturga, ensayista, poeta y activista social de amplio recorrido, como bien saben quienes siguen esta serie de artículos que sobre ella viene publicando La Voz de Asturias (y que se pueden recuperar con tan solo pulsar sobre el nombre del autor). Sorprendentemente y por razones que no alcanzo a comprender, tres décadas después de que el Ayuntamiento tomara tal acuerdo, no hay en el lugar referido placa, cartel o indicación que así lo informe, tan solo consta en algunos documentos oficiales. En idéntico soporte administrativo se encuentra por ahora el que lleva el nombre de Vicente Álvarez Areces, según ha informado la prensa local hace ya unas cuantas semanas. Al parecer, nadie sabe quién debe asumir la responsabilidad de convertirlo en cotidiana realidad. En el Ayuntamiento dicen que el paseo es propiedad del Puerto y los responsables de El Musel alegan que corresponde a la corporación municipal y a las entidades solicitantes dar el siguiente paso, que su papel en este tema concluyó una vez que el consejo de administración aprobó la iniciativa ciudadana. 

Sin duda, habrá quienes consideren que este es un tema menor y que la ciudad tiene por delante retos de mayor importancia que perder el tiempo con los nombres de sus paseos, que sus dirigentes bastante tienen con intentar resolver los problemas del presente y con diseñar proyectos para el futuro. No obstante, para lo uno y para lo otro, para abordar lo cotidiano y para dibujar con tino la ciudad del mañana, quizás no esté de más tener presentes algunos de los rasgos que han caracterizado nuestro pasado común, y que, por suerte, aún afloran en el escenario urbano a pesar del creciente proceso de uniformidad que va camino de despersonalizar las ciudades, que se dibujan con similares equipamientos, similar mobiliario urbano o idénticos escaparates de las mismas cadenas comerciales. 

Afortunadamente, entre las intercambiables avenidas motorizadas, salpicadas de afanosos árboles que intentan mitigar algunos de los gases de la modernidad, aún se encuentran monolitos, chimeneas, rincones más o menos ocultos que cuentan a quien preste atención historias de nuestro pasado común. También las placas de calles, plazas, parques y paseos. Hablan de nuestro origen milenario, de la primigenia Gigia (Fortuna Balnearia, Castro romano), y de los vestigios de su crecimiento (Costanilla de la Fuente Vieja, Humedal, Jardines de cocheras). Rememoran los temores producidos por las luchas dinásticas y la intransigencia (Muralla, Batería, Fuerte Viejo, Artillería) o testifican acerca de los afanes por la instrucción de sus gentes (Monolito del Ateneo Obrero en el Muro, calle Les Maestrines, Instituto o Ateneo de la Calzada). Evidencian nuestro pasado fabril (Bohemia, Les Cigarreres, Fábrica de Loza, la Chimenea de Poniente, que lo fue de una empresa maderera) o nuestra vieja relación con el océano (Tránsito de las ballenas), de la que también dan cuenta granitos, hormigón y aceros, que salpican el litoral, jugando con sus sombras, abrazando su infinitud o mostrándonos el desgarrador sufrimiento de una madre que ve partir al hijo, a quien tal vez no volverá a ver nunca más. 

Gracias a estos testigos silenciosos sabemos que la nuestra es una ciudad que comparte amores entre el mar y la aldea; que, no sin sobresaltos, optó por la escultura mientras en otros lugares se seguía apostando por la estatuaria de distinto pelaje; que enarbola virtudes ciudadanas en calles y corradas (Libertad, Valor Cívico, La Amistad, La Solidaridad); que, no sin titubeos y con cierta timidez, reconoce y reivindica el protagonismo de las mujeres en el pasado común (La Argandona, Julia Alcayde, Rosario Trabanco, Carolina del Castillo, Aurora Sánchez…); que reparte cartas de naturaleza sin importar si lo eres por nacimiento o por propia decisión. 

Llegados a este punto, la opción parece clara. Si consideramos que la función del callejero se limita a situar una dirección postal en la trama urbana, no parece que sea preciso darle muchas vueltas a la hora de las nominaciones, bastaría con utilizar ordinales, plantas, animales, figuras geométricas o colores. Ahora bien, si pensamos que, además de esta función utilitaria, el callejero contribuye a configurar nuestra memoria social, a representar lo que consideramos relevante y a ejemplificar los valores que nos caracterizan como comunidad, entonces esas placas ahora inexistentes valen mucho más de lo que cuestan.