Banderas de la ultraderecha en las protestas en el barrio de Salamanca
Banderas de la ultraderecha en las protestas en el barrio de Salamanca Tomas Calle | Europa Press

09 abr 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

«Y, al principio, todo fue curiosidad». Así empieza Asimov su introducción a la ciencia. Gustavo Bueno diría que al principio fue la paradoja. Las cosas no cuadraban y eso provocó el tipo de racionalidad que llevaría a la ciencia. Vemos una pajita de sorber refrescos recta y entera y, al meterla en el agua, los mismos ojos nos la muestran quebrada. Al lado de la Catedral, veo que mi dedo es más pequeño que ella pero a distancia los mismos ojos me muestran mi pequeño dedo tapando toda la fachada. Las cosas que muestran los ojos no cuadran. Hay que pensar. Solo después vendrá la curiosidad. En lo trascendente y en lo mundano, la primera impresión solo nos ofrece piezas sueltas, la reflexión tiene que hacerlas cuadrar. No nos toca un mundo en proceso de cambio. Nos toca una sociedad en derribo y con cascotes. Las cosas no cuadran y nuestra conducta tiene que alinear su santísima trinidad -racionalidad, emoción y moralidad- más que nunca. Quizá hablo con tanta gravedad por la impresión que me produjo el crimen de Erika, por la certeza de que no hubiera muerto si fuera chico y por la insufrible banalidad con que se trata en nuestra vida pública la muerte cuando los muertos son ancianos, mujeres o asesinados por Franco. Miren si no, lo que se está negociando en Castilla y León. A ello iremos luego.

La confusión que acompaña el derrumbe que nos toca alimenta lo que vagamente percibimos como extremismos, una de esas cosas cuyos trozos no cuadran, como la pajita quebrada, y sobre la que conviene reflexionar. Los extremismos asustan por tres razones. Primero, suelen ser intolerantes y excluyentes. Segundo, quiebran la normalidad y apuntan al desorden. Y tercero, calan como pautas de acción más que como ideas, son activismos más que convencimientos, y derivan fácilmente en violencia. En situaciones confusas y de temor, convencen muy rápido las explicaciones simples, las culpas sumarias y sobre todo la acción, atajar las cosas actuando, también de manera sumaria. Así que el temor a los extremismos tiene su fundamento, pero hay que cuadrar las piezas.

Y para cuadrar las piezas hay que empezar por diferenciar las formas del fondo. La misma apariencia que nos hace ver quebrada una pajita que está entera nos hace intuir que es extremista lo que hace ruido y nos provoca. Una activista feminista con la cara pintada en una manifestación, dando palmas y gritando consignas parece extremista. Feijoo bien vestido, serio y educado, diciendo que los impuestos son algo con lo que se forra el Gobierno, parece más moderado. También lo parece pidiendo con gesto de sensatez que bajen los impuestos de las rentas más altas. Las maneras de la feminista son muy distintas de las conductas que mucha gente se imagina capaz de realizar y por eso parecen más disruptivas y radicales. Pero la feminista solo está pidiendo igualdad de derechos y de vida entre hombres y mujeres. Feijoo está pidiendo más desigualdad. Sin impuestos caen los servicios públicos que atienden nuestros derechos y nos igualan en oportunidades. No forran a ningún gobierno, son los recursos de nuestros derechos. Es más extremista Feijoo que la feminista que grita. Por las formas o por apetencia de simetría, muchos quieren ver en Podemos y Vox los extremismos de una y otra parte. Lo cierto es que, formas y postureos aparte, Podemos no quiere colectivizar los medios de producción, nacionalizar la banca o expropiar los bienes de la Iglesia y Vox sí quiere eliminar la Seguridad Social, prohibir partidos políticos «antiespañoles», intervenir la judicatura e implantar medidas racistas, homófobas y machistas. Las formas dan apariencia de extremismo a cosas habituales y apariencia de habitual a verdaderas quiebras de convivencia. Como la pajita, hay que cuadrar los datos dispersos en un conjunto racional.

España y Europa tienen un problema con la ultraderecha. Solo con ese extremismo, no hay otro. No es que la izquierda sea más templada que la derecha. La extrema izquierda no tiene superpotencia que la respalde (China no juega a eso) ni hay una oligarquía poderosa que la financie. No existe como hecho político, aunque exista la actitud. La ultraderecha sí tiene financiación y poderosos intereses de apoyo. La extrema derecha es el fantasma que recorre a Europa. Está hecha de partidos, de grupos fanáticos religiosos, de think tanks y de fundaciones variopintas, todos muy bien financiados y asesorados. Llevan sus medidas racistas y autoritarias a las instituciones a través de sus partidos y de su penetración en partidos conservadores. Este fantasma amenaza la democracia y la propia UE. Por eso es la niña bonita de Putin, que movió hilos para que el gusano se moviera cómodo en la manzana. Este, y no el ruido, es el extremismo que nos acecha.

La tolerancia de cualquier sociedad tiene unos límites, lo cual quiere decir que siempre hay una frontera que se afirma de manera extremista, por ejemplo, la igualdad racial. Y conviene recordarlo, porque son esas fronteras las que están siendo desafiadas por la ultraderecha. Incluidas las de la vida y la muerte. Casi coinciden en el tiempo el crimen de Erika y el acuerdo para el gobierno de Castilla y León que incluye la afirmación de que lo de Erika son cosas que pasan. La prensa está acumulando detalles sobre el asesino, sus otros acosos y sus obsesiones. Están poniendo el foco en la singularidad del sujeto y haciendo singular el crimen, en lugar de poner el foco en el patrón del asesinato que se repite y mata cada año a más mujeres que personas asesinaba ETA cada año. Erika murió porque era chica, es decir, porque tenía todos los riesgos de cualquier chico más el riesgo añadido de ser chica. Ni las leyes antirracistas incluían el supuesto de que todo blanco era un criminal ni las leyes contra la violencia de género encierran ninguna generalización sobre los varones; solo el reconocimiento de una violencia con patrón específico.

Nadie toleraría negociar para formar un gobierno si hubo terrorismo y si las muertes de ETA fueron realmente crímenes. Nadie hace tal cosa, solo los delirantes lo pretenden. Pero sí se negocia si los asesinatos de Franco fueron asesinatos. La guerra acabó en el 39. Después no había guerra con dos bandos. Después, por décadas, fueron crímenes. La memoria no es pasado, es algo con lo que se alinea el presente. Quien dice que no era un crimen matar a gente por sus ideas anuncia lo que está dispuesto a hacer o tolerar en el presente. De hecho, se están oyendo discursos explícitos de victoria, como si ganar la guerra diera derecho al crimen. Antes que impuestos y antes que consejerías, lo primero que se negocia en Castilla y León y lo que se negociará en todas partes es negar la especificidad de los crímenes machistas y negar los crímenes de Franco, y llamar conciliación a alinear el presente con la memoria de que matar disidentes en la dictadura no era un crimen. Solo con las víctimas de ETA es general la debida memoria, dignidad y justicia. Con la memoria y dignidad de las víctimas del machismo o de la dictadura se negocia, se hacen chanzas, se niegan los hechos o se obstaculiza la acción y los remedios.

Con el crimen y víctimas no debería jugarse, pero en España, con los deberes de su memoria sin hacer, se está banalizando la vida y la muerte de forma indecorosa. Repasen lo que hubo que oír y hay que oír durante la pandemia. Si fueran niños y no ancianos lo que matase el virus, no habría negacionistas ni se hubiera atrevido nadie a hacer chascarrillos con las cañas y los contagios. Lo que se negocia en Castilla y León es una de esas fronteras en que la civilización debe ser extremista, precisamente para que el extremismo sea solo el límite sino la sustancia de la convivencia diaria. Ningún partido firmante de ese acuerdo debe ser tratado como partido de estado. Europa debe detener en cada paso el extremismo. Me refiero al único extremismo que hay, la niña bonita de Putin.