Todavía nos sorprendemos

OPINIÓN

Marine Le Pen fue reelegida este domingo presidenta de la Agrupación Nacional  por cuarta vez consecutiva en el congreso de su partido
Marine Le Pen fue reelegida este domingo presidenta de la Agrupación Nacional por cuarta vez consecutiva en el congreso de su partido DPA vía Europa Press

19 abr 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Cada vez que un partido de corte nacional-populista, o la persona que lo encabeza como sucede con Marine Le Pen, obtiene un resultado electoral que pone de manifiesto el riesgo palpable de deslizarnos, más si cabe, hacia un régimen de democracias iliberales y autoritarias, buscamos las explicaciones pertinentes y tocamos a rebato. Claro que, a fuerza de repetición del episodio, empieza a formar parte del paisaje político cotidiano y no provoca la reacción vigorosa que unos años atrás desencadenaba el riesgo de que fuerzas de esta extracción se convirtiesen en alternativa de gobierno. Sin embargo, se repite en buena medida la misma receta que con el primer susto; esa que pasa por activar la «alerta antifascista» y clamar contra el advenimiento de la ultraderecha, algo que a una parte no pequeña de la sociedad ya no le dice nada (sin que eso, claro está, les convierta en fascistas). Manosear los términos y practicar la reductio ad Hitlerum tiene ese inusitado efecto, pues acostumbra el oído a pasar por alto la denuncia. Si todo lo que desagrada es fascismo, nada entonces es fascismo (aunque haberlo, haylo).

Entre tanto, justificamos que los partidos de todo el arco cultiven la endogamia y la opacidad, haciendo prueba de una dificultad constante para la apertura a la sociedad, convirtiéndolos en aparatos con sus propios códigos, ajenos al resto. Admitimos que no sean cauce eficaz de expresión y participación política activa sino que se limiten a una función estrictamente electoral, disciplinaria y de cooptación de cuadros y dirigentes no siempre aptos. Contemplamos cómo los intentos periódicos de regeneración e impulso se pierden rápidamente en la acumulación progresiva de poder, la autocensura asumida y la falta de espontaneidad y viveza de la vida democrática interna. Ahora nos sorprende nuevamente que el discurso antipolítico prenda como una mecha y que los oportunistas, en la cúspide de estructuras de cuya apariencia democrática ni se preocupan, gocen de más posibilidades que nunca de depredar las instituciones, haciendo como si ellos nunca hubieran estado allí. Algo tendrá que ver en esa degradación, sin embargo, el profundo y cultivado descrédito de la política partidaria clásica.

Asumimos que la relación con el votante se estableciese en una dinámica a caballo entre lo providencial y el consumo político. No hace falta una explicación razonable y leal de las cosas, o ésta es en todo caso secundaria. No hay por qué diseccionar las causas inmediatas ni las profundas de las cosas que nos suceden. Basta con limitarse a situar los asuntos considerados más favorables en la agenda aunque haya considerable distancia entre esta y la realidad cotidiana de muchas personas. El objetivo declarado es construir el relato, (mythos, en griego, es el «relato”, opuesto precisamente al logos) y ocupar con él espacios, invadirlos si es necesario, que se hable y discuta de lo que parcialmente interesa, de identificar a los propios seguidores, no de un diálogo. Reducir cualquier materia política o asunto a lo primario y arrojarlo frente al oponente, situando al ciudadano en la posición de espectador que adquiere el asiento y saluda el gancho del boxeador favorito. En este momento, sin embargo, nos hacemos cruces porque las opciones al alza encuentren recetas sencillas y excluyentes, planteamientos elementales destinados probablemente a naufragar pero que encuentran el terreno discursivo abonado. Su «relato», ya que estamos en esas, es más primitivo, épico y esencialista, más divertido incluso, aunque sea por ello más falaz y peligroso. Pero no fueron ellos quienes iniciaron el cambio del eje del debate racional al de la epopeya, el entretenimiento político y el mito.

Cuando, por crisis económicas o desgarros en la convivencia, vinieron mal dadas, y así llevamos básicamente los últimos quince años («cuando no estuvo España en crisis», se preguntarán ya los más jóvenes), buscamos culpables antes que soluciones, una práctica por otra parte tremendamente contagiosa, posponiendo los debates sobre los problemas estructurales. Nada que ver con el arrojo con que en otros momentos históricos recientes se afrontó, por poner un caso, la obsolescencia de la estructura productiva, la construcción de políticas sociales viables o la necesidad de realizar reformas institucionales. Hemos adquirido la extraña práctica de desligar el grado de bienestar exigible de la fortaleza de nuestro tejido económico, y ahora es casi ortodoxo acumular deuda sobre las espaldas de las generaciones venideras. Al mismo tiempo, nuestra política migratoria restrictiva nos condena a una pirámide de población insostenible, pero seguimos manteniéndola en el espejismo de que algún milagro permitirá mantener servicios y prestaciones. Nos extrañamos, no obstante, cuando en la oferta electoral de las fuerzas populistas se incluyen propuestas a medio camino entre el darwinismo social y la autarquía. Y nos quedamos inermes (o peor aún, los pretendemos desautorizar como «basket of deplorables» al estilo Hillary) cuando, paradójicamente, obtienen el favor de los que se sienten perdedores ante los cambios sociales o quienes proyectan su frustración frente a los que sienten como amenaza. 

Reforzamos el poder público hasta límites nunca antes vistos por las excepcionales circunstancias vividas durante la pandemia; y cuando, pasado el shock inicial, ya estábamos entrenados en la dinámica imperativa que establecía por normativa de excepción prescripciones y limitaciones de derechos, las hemos mantenido preventivamente o como latente advertencia. Hemos cambiado la relación entre quien controla y quien es controlado, dando por bueno que hasta el concejal de festejos del último pueblo se sienta legitimado para decirte si puedes ejercer derechos civiles y políticos fundamentales, admitiendo que las palabras marciales y las reprimendas formen parte del vocabulario político. Inflado el globo autoritario y entregados a la idea de que alguien debe rescatarnos de nuestra inseguridad, nos asombra ahora que el hiperliderazgo sin complejos encumbre al primer mediocre como un salvador, marcando el tono político del resto. Entre medias, nos han robado no sólo la propia idea de seguridad sino también la de libertad, de cuya mera invocación se desconfía y se ponen peros nada más escuchar su nombre, perdiendo el debate dialéctico antes de salir de la caseta. 

En este estado de cosas, para evitar que determinadas propuestas políticas provoquen un corrimiento de carga que haga naufragar nuestro sistema político, o que consiga desfigurarlo de manera irremisible, no bastará esta vez con hacer aspavientos en nombre de unos valores, estilos y modos democráticos que las propias fuerzas políticas mayoritarias han horadado, y seguir con el business as usual. La oposición ante la involución tampoco vendrá de las corrientes hace unos años emergentes y hoy en vía muerta o en trance de desparecer. Conviene edificar otro discurso y, sobre todo revisar, las propias prácticas, porque esta vez no será el mero descarte lo que nos evite asomarnos al abismo (¿qué otra cosa sería una Europa exangüe y acosada con una mayoría de los países entregada al nacional-populismo?). Una parte importante de las sociedades europeas (y la española hace mucho que ya no es una excepción), atravesadas por la sensación tumultuosa de no tener el control sobre casi nada, empiezan a tener ganas de probar ese veneno, bajo la idea, tan peligrosa como inevitable, de que «algo hay que hacer».