Cómo triunfa la reacción

OPINIÓN

El acto por el 43.º aniversario de la Constitución se celebró este lunes en el exterior del Congreso de los Diputados
El acto por el 43.º aniversario de la Constitución se celebró este lunes en el exterior del Congreso de los Diputados Eduardo Parra

17 may 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

En «Paradero desconocido» (1938), Katheryn Taylor utiliza como materia narrativa la aparente sencillez de un intercambio epistolar entre dos amigos y socios, Martin y Max, a partir del año 1932. Uno retornado, a Berlín y, el otro, en San Francisco.  Las cartas de Martin nos muestran a la perfección cómo el pensamiento dominante es capaz de penetrar en una mente cultivada y despierta, arrastrada por el fervor patriótico y por el deseo de resurgimiento nacional. Max pasa de la inicial voluntad de mantener un debate racional a la estupefacción, terminando por la amargura de comprobar la extraña conversión de quien fuera su dilecto colega. La obra tiene la virtud, además, de haber sido escrita sin conocer hasta donde llegaría, pocos meses después, la insania colectiva, desencadenante de la II Guerra Mundial y el Holocausto. No estropeo el resumen contando el final, para mantener el apetito en el acercamiento a ella. Se trata de una novela corta que ha sido llevada a las tablas y cuya representación, hace ya unos cuantos años en el Teatro Campoamor de Oviedo, en un excelente ciclo de Tribuna Ciudadana, recuerdo de manera tan vívida.

Al aproximarnos a cualquier episodio de la historia donde la barbarie se impone, y muchos ya los hemos vivido como espectadores cercanos (no es necesario retrotraerse a los peores acontecimientos del siglo pasado), el error habitual, en este tiempo de simplificación, es pensar que la involución y sus consecuencias trágicas son resultado de un hombre providencial (o demoniaco, según se mire), de unos pocos dirigentes poderosos y oportunistas o de ciertos titulares de intereses espurios. Esa visión está igualmente asentada en toda clase de teorías que pretenden explicar otro tipo de retrocesos o cualquier otro fenómeno sentido como una amenaza. La idea de que la maquinación de unos pocos es la que causa el mal o es la que desarrolla un plan estructurado que nos priva de lo nuestro, es muy socorrida, porque lo explica todo a la primera, nos coloca en el papel de sujeto paciente y nos exime de responsabilidad por cómo vayan las cosas.

Sin embargo, como sucede con Martin, aun en contextos menos dramáticos, podemos ser parte de un proceso gradual de deterioro, alentándolo por formar parte, sin parar a pensarlo, de ese ímpetu colectivo que creemos virtuoso (el mismo que evoca el «Tomorrow belongs to me» tan bien recogido en Cabaret, si volvemos al mismo escenario de preguerra). Contribuimos también, de manera más simple, admitiendo con nuestro habitual silencio que, uno tras otro, se desmonten los resortes de control al poder. Las advertencias análogas a las de Max no nos harán cambiar de parecer, no sólo por fanatismo sino también por falta de perspectiva (ya ni recordamos cómo eran las cosas antes) o, sencillamente, por miedo. Temor no sólo a las consecuencias penosas de expresar la discordancia, sino a la mera incomodidad de no confluir con la aparentemente mayoría y desentonar. También contribuye a esa espiral la extendida sensación de que la supresión de derechos nos resulta ajena, puesto que, ilusoriamente, nos figuramos que siempre afectará al otro que identificamos como potencial causante del perjuicio colectivo. Si se produce la restricción de derechos y libertades o su eliminación, será, en suma, por un fin legítimo que lo justifica.

Desde hace unos años, primero en el contexto de la llamada «guerra contra el terror» y de las marejadas económicas de la Gran Recesión, y luego espoleada por la huella autoritaria de la pandemia, se ha iniciado, precisamente, ese recorrido de erosión continua de derechos y libertades y de retorno a posiciones nacionales e identitarias primarias. En el imaginario colectivo el proceso funciona de manera veloz: ya que los peligros que nos acechan son insoportables, el despojo es amenazante, la inseguridad es rampante y la incertidumbre es total, suena la hora de refugiarse en la tribu, librarse de miramientos y prescindir de determinadas limitaciones al poder coercitivo que otorgamos al Estado. En ese terreno abonado, el populismo punitivo, la exaltación del belicismo, la negación de derechos a quienes nos desagradan o a quienes consideramos una amenaza, se ha convertido en una práctica frecuente y un discurso en boga. De hecho cada vez hay menos problema en sostenerlo de manera cruda y abierta, brutal si es necesario. Ello no es, por otra parte, patrimonio exclusivo del nacional populismo, pues este pringue ideológico lo impregna todo, aunque determinadas opciones obtengan un rédito adicional. Lo sorprendente es la incapacidad para articular un discurso alternativo o, más aún, la carrera por asumir rápidamente esa agenda política por quien será víctima de ella.