De los jardines gijoneses de la Reina a la Guía

OPINIÓN

 Vistas de la playa de San Lorenzo en Gijón
Vistas de la playa de San Lorenzo en Gijón Eloy Alonso | EFE

29 may 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Al mediodía del día siguiente -el anterior fue el de En Gijón, desde el Muselín a los Jardines de la Reina- volví en dirección a los Jardines desde la calle San Bernardo; atravesé la del Instituto, la de la Mueblería de Doña Amalia Argüelles, enfrente estaba la tienda Deportes Madriles, y más lejos El Monte de Piedad, inicial edificio de la que fue Caja de Ahorros de Gijón, con Julio y su esposa Luz en la portería. ¿Sabrá el Presidente Barbón, el del Principado de Asturias, de quién hoy es propiedad ese edificio? En ese edificio del Monte, el piso segundo izquierda lo ocupaba el Sporting, subiendo y bajando los históricos y mejores presidentes del Club como Méndez Cuervo, Ángel Viejo, Vega-Arango, Ramón Muñoz y Plácido Rodriguez; en el segundo derecha estaban las oficinas de la Inmobiliaria El Muelle, de Fernando Martín y de Pepín Meana.

De nuevo, en los Jardines de la Reina, bajando por la calle de San Antonio, los ruidos eran ensordecedores: de pájaros con muchas plumas en lo alto de las palmeras, y de los repetitivos «taqui/taqui» de las máquinas de escribir que salían de la cercana Librería Sanchis, que desde San Antonio llegaban hasta los Jardines. El éxito de las enseñanzas en el manejo de esos aparatos, golpeando las teclas en el carro o rollo de la máquina, se añadía a la maravilla de teclado y teclado, como si fueran músicas de muchos pianos de cola juntos. Por aquel continuo taqui-taqui y de tiquismiquis admiré siempre la técnica de la taquimecanografía y me asustaron las  taquicardias, que, curiosamente, no son la regularidad de lo cardíaco sino lo contrario. ¡Qué de secretarías y de secretarios salieron de aquella universidad de grafías mecánicas! 

Subiendo los escalones de la Librería, se veía, tras el largo mostrador, al librero Sanchis, amable, sonriente, más bailarín que Fred Astair y con tendencia a lo gigante como Polifemo. Ese Sanchís era el mismo que se paseaba y se lucía por muelle y bahía en el velero Arpege, de casco amarillo con calado suficiente delante de La Rula. ¡Qué admiración y olé causaba el tal Sanchis, que tanto frecuentaba el salón de té y de baile del Club de Regatas por Begoña, allá en agosto! 

El tranvía en dirección a La Guía y luego a Villamanín, en Somió, también partía de los Jardines de la Reina, pero como el destino, Somió, era sitio de lujos, como antes fue Jove, de quintas, de quintanas y casas linajudas. Por eso los tranvías a Somió empujaban elegantes jardineras (los tranvías con destino a El Musel o El Llano, lugares de obreros, no arrastraban jardineras. Como siempre la salida la daba el cobrador, tirando del cable del techo tranviario, como quien tira en un retrete de la cadena. El conductor del tranvía, rodeado de cartelitos con prohibiciones como «no hablar con el conductor», «no escupir» y «prohibido blasfemar», pilotaba la máquina por la calle Corrida, dejando a la izquierda el viejo Café Expres y a la derecha la nueva Confitería Helguera, genial y genuina de la chocolatería soberbia.  

De repente, como si fuera por espanto, el tranvía hacia un extraño movimiento y de muchos chirridos, en forma de «ese» (S), pues de Corrida pasaba a Munuza, de Munuza a Moros y de Moros a Jovellanos, deteniéndose jadeante y naturalmente, delante de La Iglesiona, primera obligada parada desde la salida en los Jardines dichos. Realizados por el tranviario los rezos de rigor y jesuíticos, le daba al manubrio, girando el tranvía, desde Generalísimo, en dirección a la calle Menéndez Valdés, la de la Confitería Alonso, llegando a la Plaza barriguda y ventruda de San Miguel, aparcando a la derecha, teniendo al lado Almacenes Soto, con muchos espejos de muebles y armarios, y con  juguetes de Reyes caros, y del cual almacén ?se decía- salían ruidos o susurros de amor de proletarios. Al otro lado de la Plaza, en forma de gordura, estaba otra mueblería, la de Casa Torviso, luna rústica tienda de aperos de labranzas y el Cafetón de los Nosty.  

Llegaba luego la calle Uría, la del chalet de los Figaredo y el Garaje Covadonga a de Coalla con sus verduras y frutas; por allí andaba Mercurio, el piragüista, siempre mercurial y muy serio. La Zapatillona venía luego, con una «zapatillona» el rótulo mercantil, con todo tipo de zapatillas en el muestrario, incluso, unas especiales para subirse a madreñas. Al final de la calle, para compensar el horror y miedo que daba mirar al siniestro convento de Los Capuchinos, se veía la alegría y lo divertido del Teatro-Circo, llamado primero Obdulia y luego Los Campos Elíseos, teniendo en la fachada dos imponentes esculturas de caballos, hoy en Las Mestas. Y llegar desde la Plaza de San Miguel a Los Campos era como saltar del kiosko de ladrillo visto de la Plaza a su hermano gemelo  de Los Campos, de idéntico ladrillo. 

A partir de Los Campos, el Gijón que resultaba era otro, ya más rústico, más cercano a la zona de recreo, pasada la Plaza de Toros y dejando al otro lado las cocheras de los tranvías, cerca de las cuales empezaron a levantarse «chalecitos»; luego se pasaba junto a los conventos imponentes de las monjas, las de La Asunción y Las Adoratrices, y la casona de Monasterio. 

Y así se llegaba a la parada de La Guía, lugar importante y con entradas a lugares espectaculares, a Las Mestas y al Jai Alai (con significado en euskera de «fiesta alegre»). A tal lugar, La Guía, también muy religioso antes y ahora, gracias al químico y SPORTINGUISTA Paulino, se llegaba pasando por el antiguo puente del Piles, siendo ya el principio de Somió en dirección a Villamanín o su final en dirección a Gijón.